El silencio de la noche

Se abrió la noche como un baúl que guarda los recuerdos de dos amantes, con el fuerte chirrido de un par de bisagras oxidadas por el tiempo; después noté la desagradable sensación de mis besos perdidos, caducados por no haberlos utilizado contigo. Ahora me considero un estúpido bajo un inmenso raso oscuro, mientras la melancolía presiona mis lagrimales y me aflige al recordar aquella última sonrisa tuya. Todavía me pregunto por qué callé.

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Bon appétit

El lunes llegó la bestia con mal humor y gruñó al encontrar la sopa fría. El martes el plato humeaba, pero tampoco le gustó y gritó con furia. El miércoles sí le pareció que estaba en su punto, aunque se quejó porque le faltaba sal; pidió unos huevos fritos. El jueves se llevó una sorpresa: sobre la mesa no había comida, solo una hoja escrita: «Sopa: ingredientes». «¡No te olvides de servirla muy caliente!» Su mujer se marchó. El viernes, el menú fue libre.

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¡Shhh!

Todo ocurrió en una de esas temporadas en las que crees que alguien te ha echado mal de ojo. Nada me salía bien. Me despidieron del trabajo, mi mujer me dejó por otro hombre, y para colmo de los males, mi madre cayó muy enferma por culpa de un cáncer de pulmón. Todo un puñetero pack gratuito de desgracias.

Al poco tiempo de enterarnos de la enfermedad de mi madre, la ingresaron de urgencia en el Hospital Provincial de Castellón, para tratar el temido tumor que se le había propagado por todo el cuerpo. Las palabras del Dr. Quijano, el responsable de oncología del centro, no fueron muy esperanzadoras. Cada uno de los mensajes pesimistas que salían por su boca, se convertían en auténticos escupitajos cargados de dolor e impotencia disparados a bocajarro contra mi corazón.

Toda esa tragedia ocurrió en el verano más bochornoso que jamás he vivido. Recuerdo a mamá abanicándose, a pesar de su estado, luciendo en su cara esa simpatía andaluza que corría por sus venas: «Coge dinero de mi monedero y ve a tomarte algo fresco, Manuel», me dijo una noche al verme sofocado frente al cristal de la ventana, con los botones de la camisa despasados por culpa del sudor y la mirada perdida en la calle, pensando en la miserable vida que me había tocado vivir. Lo hubiera dado todo por cambiarme con ella. No se merecía esa cruel enfermedad que se la estaba llevando a marcha forzada.

Le hice caso, pero no cogí el dinero de su bolso. Me acerqué hasta ella y le di un beso en la frente: «Ahora vuelvo enseguida, mamá», le dije muy despacio para que pudiera conciliar el sueño. Antes de salir por la puerta volvió a llamarme.

—¡Manuel!

Me giré para verla y noté en su cara la expresión más tierna que jamás le había visto.

—Dime, mamá.

—¡Te quiero, hijo! —me dijo sonriendo, con sus ojos convertidos en dos luceros brillantes.

Le respondí con mi mejor sonrisa, esa que suele dar las gracias sin decir ni una palabra. Cerré la puerta despacio y salí a buscar un refresco.

Lo recuerdo a la perfección, eran casi las once de la noche cuando me dirigía por el pasillo del hospital hacia una de las máquinas expendedoras de bebida. Me topé con un par de enfermeras que caminaban despacio, mucho más lento de lo normal. Pero eso no fue lo que me extrañó de ellas, sino que lo hacían sin dirigirse la palabra, en una sepulcral procesión. Sus piernas se movían al compás del segundero que pendía sobre la puerta de la salida: «tic, tac, tic, tac», pude escuchar el movimiento de las agujas. Cuando pasé por su lado las saludé, pero ellas no respondieron. Ni siquiera me miraron, tan sólo siguieron con la vista puesta en el frente, intentando llegar a su destino sin que nada ni nadie las entretuviera. Su indumentaria también me resultó curiosa, pues era la primera vez que veía a dos enfermeras lucir una especie de gorrito en la cabeza con una cruz roja dibujada, algo muy vetusto y extraño.

No le di más importancia, me senté en uno de los bancos del diminuto parque interior de la clínica. Fumaba un cigarro a la vez que daba pequeños sorbos a lata de refresco de cola que me compré. Entre calada y trago empecé a martirizarme por toda mi situación personal. Intenté convencerme de que yo no era el responsable de mi mala suerte, pero en realidad no era así; tenía parte de culpa como ser humano que exhalaba vida entre respiro y respiro.

Me sentó bien el refrigerio y apagué con fuerza la diminuta punta del cigarro en un cenicero. Eché de mis pulmones la última calada y decidí regresar.

Antes de llegar a la habitación volví a ver a lo lejos a esas dos enfermeras antipáticas, pero pronto advertí que no iban solas. Una mujer mayor las acompañaba. Iba entre las dos sanitarias, flanqueada por el silencio y la seriedad. No tardé en comprobar que la anciana se trataba de mi madre. Me pareció muy raro que a esa hora la sacaran de su habitación, pues en realidad estaba débil para hacerlo. No pude evitarlo, grité desde la distancia:

 —¡Mamá!

Ella se detuvo. Se dio la vuelta para saludarme y me dijo adiós con la mano. Una de las sanitarias tiró de su brazo para que reanudara la marcha. Luego recibí por parte de esa misma mujer un reproche; puso su dedo índice sobre sus labios y escuché un desagradable siseo: «¡Shhh!», me mandó callar. Después retomaron el paso y se dirigieron hacia el final del pasillo.

Aquello no me pareció normal. Corrí hasta ellas, pero poco antes de darles alcance vi algo que me impactó: mamá y aquellas dos extrañas desaparecieron a través de la pared del fondo.

Volví a correr, pero cuando llegué no pude hacer más que tocar el duro y frío tabique. Allí no había nadie, era imposible que nada pudiera atravesar el muro. No me moví del lugar durante unos minutos. Creí que tal vez había sido una cruel recreación de mi cabeza, pues llevaba demasiado cansancio acumulado.

Le quité importancia y regresé a la habitación. Antes de abrir la puerta sentí un ligero escalofrío recorrer por mi cuerpo. Cuando entré y vi a mi madre yaciendo sobre la cama lo comprendí todo. Su cuerpo ya no respiraba. Su cara pereció con la misma sonrisa que me regaló minutos antes. Cerré sus ojos para abrir el luto en los míos. Mis lágrimas y un último beso que le di en la frente fueron su único equipaje para cruzar al otro lado. No le ganó la jugada al cáncer, pero al fin pudo descansar, se lo merecía.

Desde entonces, cada vez que alguien pide silencio presto atención a todo lo que me rodea. El mutismo huele a muerte y yo intentaré escapar de ella. Aunque cien tuertos me hayan mirado, vivir merece la pena.

Las aventuras de «El Capitán Nuez»

Os voy a contar una historia. Si os digo que el personaje tiene una barba larga, pendientes en ambas orejas, un parche negro en el ojo y un sable muy afilado, ¿sabríais decirme de quién hablo?… habéis acertado. Es la historia de un pirata. Pero no de uno cualquiera. Os voy a relatar la aventura del temido Capitán Nuez. ¿Qué por qué le llamaban así? Dicen que era un hombre tan enorme y duro, que se comía las nueces con cáscara.

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  El Capitán Nuez fue el corsario más temido de los mares. Sus importantes saqueos se conocieron por todos los lugares de Europa. Los principales reinos pusieron precio a su cabeza, pero ¿sabéis qué se decía de él? Que su horrible cara daba tanto miedo que ningún otro pirata osaba a ponerse en su camino. Se cuenta que el último hombre que intentó detenerlo, pagó muy caro el atrevimiento: le arrancó los ojos para jugar a las canicas. Luego fue pasto de los tiburones. Porque dicen también que esa era su distracción: ver desfilar a sus adversarios por la pasarela.

  Pero todas esas habladurías se dieron mucho antes de que el terrible pirata entristeciera. Sí, puede parecer ridículo que un hombre de sus características cayera enfermo de pena, pero lo hizo. No soportó ver a Azor, su inseparable y mejor amigo perder la voz. Azor siempre fue un loro guasón y divertido. Al Capitán Nuez le encantaba el estribillo de la canción que solía canturrear el pájaro: «…con la botella de ron bailaremos al son». Le puso ese nombre porque lo encontró en una isla cercana a las Azores. Desde ese día, la suerte siempre sonrió al barco La Dorada y a su Capitán. Cuando el loro dejó de hablar, el Capitán se encerró en su camarote muy apenado. La alegría que se solía vivirse a bordo, se esfumó. Fueron meses y meses de angustia, en el que perdieron mucho más de lo que ganaron. El nombre del temido pirata quedó en el olvido.

  Cierto día en uno de los puertos en los que habían atracado para reponer víveres, un hombre se burló de su loro.

  —¿Pero habéis visto qué pajarraco más feo? —dijo con mofa.

El hombre que se guaseó exhibía en su hombro izquierdo un loro mucho más joven, con plumas más coloridas que las de Azor. El plumífero amigo del capitán escondió su cabeza bajo las alas.

  —Encima de feo, no habla —volvió a decir con ironía el extraño.

Al Capitán Nuez no le sentó bien que ridiculizaran a su mascota, pero en vez de presentarse como el pirata más sanguinario de todos los tiempos y rendir cuentas con el bocazas, se limitó a callarse y marcharse del lugar.

—Capitán, no podemos permitir que hablen mal de Azor —dijo un joven grumete de su tripulación.

—¿Sabes, muchacho? Hay ciertas lenguas que caen por su propia «mala baba», y esta es una de ellas. No vale la pena desgastar mi sable por culpa de un necio.

Embarcaron todos, menos el Capitán. Se adentró en el pueblo buscando algún mercader que comerciara con animales. Necesitaba respuestas, quería saber qué le estaba ocurriendo a su buen amigo.

Vio a un hombre de color negro, rodeado de jaulas y que vendía animales exóticos. Se acercó hasta él.

—¿Sabes qué le puede pasar a mi loro? —preguntó desesperado.

El comerciante vio al loro muy afligido. Le dio un trozo de manzana, y aunque lo cogió con el pico, no comió.

—Es la tristeza, amigo —le dijo el mercader.

—¿Y eso cómo se cura? —preguntó el Capitán.

El pirata podía saber mucho de batallas, de luchas en mar abierto, pero el hombre comprobó que apenas entendía sobre la vida. Al Capitán Nuez sólo le preocupó ser el pirata más temido y acumular botines de oro. Pero esa fortuna no le servía para curar a Azor.

—En el Paraíso. Allí se curan todas las penas.

—¿Dónde está? —quiso saber el Capitán Nuez.

El hombre sacó un mapa. Indicó un sitio con el dedo.

—Más allá de la línea que marca el final. Cruzando las aguas que nadie se atreve a navegar, infestadas por enormes bestias marinas. En el fin del mundo, allí comienza el verdadero Paraíso.

Regresó a La Dorada con una idea en su cabeza: «Le devolveré la felicidad a Azor», dijo mostrando la primera sonrisa en meses.

Mandó reunir a todos sus hombres en la cubierta. Permanecieron en silencio, frente a él. Subió hasta lo más alto del barco, allí donde los capitanes manejan el timón. Habló alto y con voz ronca.

—Amigos. A partir de ahora nos embarcarnos en una nueva aventura. Quizá sea la batalla más importante a la que jamás haremos frente. No me preguntéis por el tesoro, pues no lo hay —se calló y el resto de piratas cuchichearon—. ¡Silencio! —ordenó—. En este viaje sólo pretendo encontrar la cura para nuestro amigo Azor, y eso está rumbo al oeste, hacía la línea marcada por el infinito —señaló con el brazo hacia el horizonte.

La tripulación se ruborizó. Sabían que ese lugar estaba maldito. Los barcos que cruzaban la línea, jamás regresaban.

—Capitán, dicen que ahí vive el mismísimo Diablo. Que sus mascotas son enormes monstruos que se alimentan de los navíos que se atreven a navegar en esas condenadas aguas —dijo uno de los corsarios.

—¿Y qué se supone que somos nosotros? —gritó exaltado el Capitán—. Somos las bestias de las aguas que todo el mundo conoce. Somos los más temidos, los que plantaron cara a los barcos de guerra de los Reinos de Inglaterra y de España, ganándonos la reputación de malandrines por haber doblegado a sendos poderosos reinados. Somos piratas y no tememos a nada —señaló la bandera negra del mástil mayor—. Igual tú tienes los trapos cagados y no quieres que se reconozca tu valía —acusó al pirata que había hablado.

—Jamás, mi Capitán. El día que pisé este barco por primera vez hice un juramento. ¡Iré con La Dorada hasta el infierno!

—¡Y yo…!—gritaron el resto de piratas a la vez que vitoreaban el nombre de Azor.

De inmediato pusieron rumbo al Oeste, y al cabo de unas semanas llegaron al límite de lo conocido. Al fondo unas nubes negras, tormentosas, anunciaban que el viaje hasta el Paraíso iba a ser muy complicado, por no decir imposible. Pero los valientes de La Dorada dirigidos por su Capitán, no dudaron en adentrarse en las aguas desconocidas. «Si el Diablo está al otro lado, entonces nos veremos las caras», dijo animando a su loro que seguía entristecido. ¿Y os podéis imaginar lo que vino después? Agua; mucha agua cayendo de un cielo desconsolado. Arropada por el feroz viento que soplaba incansable, provocando olas de altura inimaginable. Día tras día y noche tras noche, La Dorada salía victoriosa de la lucha contra el mal tiempo.

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La última noche fue la peor. Los bravos piratas seguían envalentonados, luchando, agarrándose con fuerza a las maderas del barco para no salir disparados por la borda y acabar engullidos por el Diablo. Porque ellos creían que estaba bajo el mar. El Capitán Nuez sentía orgullo de sus hombres. Sin ellos, jamás habría sido el temido pirata al que todo el mundo respetaba. Entonces ocurrió lo peor. La ola más alta jamás vista engulló el barco, hundiéndolo parcialmente. Permanecieron unos segundo bajo el agua, pero pareció toda una vida. Luego emergieron a la superficie, y al hacerlo ocurrió algo inesperado: la tormenta desapareció y el sol brillaba con más fuerza que nunca. Era un bonito día. «Es un milagro», pensó el Capitán Nuez al ver que su tripulación estaba al completo.

No tardó en comprobar que La Dorada había sufrido grandes desperfectos: algún que otro enorme agujero en la cubierta, y la pérdida de lo más importante, el mástil mayor. Pero el Capitán creyó que valió la pena, pues lograron pasar las «Tripas del Diablo», como bautizaron después a la peligrosa tormenta. ¿Y sabéis qué más ocurrió? Pues que llegaron al Paraíso. Frente al destrozado barco había una enorme isla rodeada de agua cristalina, e iluminada al antojo del Sol.

Al pisar la arena de la playa el Capitán respiró hondo: «Tierra firme», le dijo sonriendo a su loro. Mientras sus hombres reparaban los destrozos de La Dorada, él y Azor se adentraron en la jungla.

  El Capitán había estado en sitios muy parecidos a ese, pero pronto descubrió la peculiaridad del mismo. Tras los últimos machetazos en la densa vegetación, apareció una bonita imagen: «¡Por Neptuno! Esto sí es el Paraíso», dijo sorprendido.

  Miró a su hombro izquierdo buscando a su amigo. Frente a ellos había un enorme arcoíris de plumas. Miles de aves de todas las clases y colores revoloteaban el lugar. Se sentó junto a un enorme estanque. Azor estaba muy contento, empezó a hablar: «guapo, guapo, guapo». Eran las primeras palabras que decía en meses, y el Capitán se alegró. Entonces entendió que a su loro jamás le hizo falta ninguna medicina. Era mayor, sólo necesitaba encontrar a los suyos para terminar sus días en felicidad. Sintió tristeza, supo que a partir de ese momento sus caminos se iban a separar.

  —Azor, vuela. Ve con ellos, amigo —le dijo el Capitán.

  El loro alzó el vuelo. Fue hasta el lugar en el que jugaban el resto de pájaros. Su color se entremezcló con las demás aves y desapareció.

  El Capitán Nuez se levantó para marcharse. Notó un pequeño zumbido sobre su cabeza. Azor se volvió a posar en su hombro. Le picoteó la oreja, como solía hacer cuando quería jugar. «Gracias, gracias, gracias», dijo Azor. El Capitán sonrió, y el loro volvió con los otros pájaros. Los dos amigos se separaban, pero eran felices.

  Regresó a la playa y encontró a su tripulación trabajando. Ordenó terminar cuanto antes las reparaciones.

  —¿Dónde está Azor, Capitán? —preguntó uno de los piratas.

  —En el Paraíso, amigo. En el Paraíso —respondió sonriendo.

  Le quitó a uno de sus hombres una botella de ron y pegó un largo trago.

  —¿Sabéis la historia del mapa del tesoro del último Faraón? —preguntó con un grito.

  Sus hombres le miraron asombrados. Eran adictos a las historias de tesoros que contaba su jefe. Ante el silencio el Capitán continuó su narración.

  —Dicen que es el tesoro más grande del mundo —hizo una pequeña pausa—. ¿Y sabéis dónde está? —preguntó.

  Nadie dijo nada. Permanecían atentos a que desvelara el lugar.

  —En la casa de la mismísima Muerte —gritó a la vez que desenvainó su sable.

  La tripulación le imitó. Alzaron sus espadas al aire y gritaron al unísono: «Viva el Capitán».

  Ordenó levar anclas, y la Dorada puso rumbo al este. Desapareció por el horizonte. De nuevo unas enormes nubes negras se interponían en su misión: «el tesoro de ultimo Faraón».

  ¿Os gustaría saber dónde estaba escondido el tesoro? Y si os digo que en ese lugar hace mucho calor, hay arena por todos lados, templos con forma de triángulo y monstruos que llevan todo el cuerpo vendado… ¿sabríais adivinar de qué sitio hablo? Sí, habéis acertado otra vez. Pero esa historia os la contará papá cuando vayáis a dormir. Recordádselo, decidle que os cuente «La aventura de El Capitán Nuez y el tesoro del último Faraón». Pero hacedlo sólo si os consideráis unos temibles piratas con ganas de encontrar tesoros. ¿Os atrevéis?

Duelo a muerte

Sir Andrew Hopkins se enteró que su mujer, Sara De Guzmán, una bella y joven mujer de sangre española, había roto su fidelidad engañándolo con el atractivo herrero del pueblo. Sin pensarlo, se presentó en la herrería y utilizó su guante de cuero para abofetear al «caradura». Pese a su gran tamaño, Sir Andrew no se amedrentó, lo retó en duelo a muerte. Como buen caballero, dejó escoger el arma a su adversario, quien eligió la pistola como medio para poner fin a la ridícula historia de faldas en la que se había metido. Pactaron que a las seis en punto de la tarde, en la Plaza Mayor y ante la atenta mirada de todo el pueblo, uno de los dos moriría. No fue su estúpido orgullo inglés quien le hizo meterse en aquella locura, sino el amor que sentía por su mujer, a la que había perdido ante el imponente atractivo del herrero. Eso fue lo que desató su ira, saber que Sara ya no lo quería, había encontrado a otro a quien regalarle su corazón.

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Pronto llegó el último sorbo de té, y con él, el fatal encuentro. La plaza estaba llena de curiosos. Mientras las mujeres presentes chismorreaban sobre la «ligereza» de la española, los hombres hacían sus apuestas. Debido a que se usaban armas de fuego, cualquiera de los dos podía proclamarse vencedor. Curiosa era la escena ver sudar de los nervios al fornido herrero. La imagen de Sir Andrew era bien diferente: un hombre menudo, sin nervios aparentes y seguro de lo que estaba haciendo. Entonces ambos acordaron que caminarían de espaldas el uno al otro, y al quinto paso, se girarían descargando sus armas. La rapidez y la puntería serían las encargadas de poner justicia en el duelo. Tras darse la mano aceptando el acuerdo, se pusieron de forma que sus espaldas se tocaron. Antes de empezar la cuenta, echó una última ojeada a su mujer. Pese al engaño, la seguía amando. Los pasos comenzaron: uno, volvió a pensar en Sara. Dos, recordó cuando la conoció años atrás en España, en un patio granadino plagado de hermosas plantas. Tres, se enamoró locamente de ella, por eso estaba cometiendo ahora mismo esa locura. Cuatro, recordó la sonrisa contagiosa de Sara, creyó que no era justo quitarle la felicidad de esa manera y entonces pensó lo peor. Cinco, se giraron ambos contrincantes con las pistolas, apuntándose el uno al otro, pero ninguno de los dos disparó. Entonces el inglés giró la vista hacia su mujer: «Te mereces ser feliz», gritó al tiempo que puso la pistola en su sien y apretó el gatillo. Una vez desapareció la nube de pólvora, se vio el cuerpo del caballero yaciendo en tierra con la cabeza volada, envuelto en un charco de sangre y con los sesos desparramados por el suelo. Sir Andrew, en vida fue físicamente poca cosa, pero ante todo siempre resultó ser un noble caballero inglés.

Amor de madre

Siempre que me preguntan que si tengo familia, digo que soy madre soltera luciendo una sonrisa de oreja a oreja. Cuando menciono que tengo cinco bichejos emancipados y viviendo en un acuario, se extrañan y me preguntan que si son biólogos marinos. Al negarlo y decir que simplemente son cinco hermosos calamares, se quedan asombrados. Es habitual que me pregunten que si estoy de broma. Jamás me tomaría a guasa los temas relacionados con mis hijos. Es más, cuando frunzo el ceño y hago notar mi seriedad, la gente se ofende y me dejan con la palabra en la boca, como si estuviera loca. Y no es verdad, no estoy mal de la cabeza. La cuestión es más sencilla, aunque haya personas que no logren entenderlo. Por algún motivo bastante desconocido, algún calamar que tomé años atrás, me engendró vida. Para la mayoría, el hecho de pensar en ello, supone una aberración. Yo simplemente lo tomé conforme vino, soy muy feliz con ello. El que no tuvo la felicidad de sentirse amado, nunca podrá ofrecer a sus hijos el amor que no tuvo.

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     Mis calamarcitos ni fuman, ni beben, ni se drogan. Se comportan de forma muy educada. Nunca se atrevieron a levantarme la voz, y es por ello que me siento muy orgullosa de ellos. Ahora tomo mis precauciones, ya no hago nada a pelo. Siempre hiervo a conciencia cualquier alimento antes de ingerirlo. No está la vida como para tener más hijos.

La nueva oportunidad

Todavía recuerdo aquella frase que me dijo mi difunto abuelo cuando yo era un niño: “La libertad es el fruto del diálogo entre personas coherentes. Para lograr la independencia usa a tu mejor aliada, la lengua.”.

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Lo intenté, pero de nada sirvieron las palabras. Mi madre no quiso ver que ya era demasiado mayor para llevar aquella absurda rebeca de color azul. Mi autonomía y el sentido del ridículo quedaron entredicho, por lo que tuvieron que esperar una nueva oportunidad.

Tina y Sebas: Episodio 5 – Podcast