El tesoro del pollo perdido

El anciano descansaba sobre una butaca. Entre sus manos tenía un ejemplar del Fantasma de Canterville. El color amarillento de las páginas denotaba que se trataba de de una edición my antigua. La lectura siempre fue uno de sus vicios sanos, su mujer creía que no era así. Alguna que otra vez, durante sus cincuenta años de matrimonio, la había dejado colgada por alguno de esos libros que ahora acumulaban polvo en la estantería.

Escuchó a su nieto bajar las escaleras corriendo. Hizo un pequeño doble en una esquina de las páginas, para no perder la hoja que leía, y cerró el libro para prestar atención a ese pequeñajo que le había conquistado el corazón.

–¡Yayo! Mira que he encontrado en el desván. ¡El mapa de un tesoro!

El abuelo reconoció de inmediato el papel que sostenía su nietecito entre las manos. Sonrió.

–¿Y se puede saber qué hacía usted en el desván, señorito?

–Estaba con la abuela buscando unas cosas, y entonces encontré el mapa. ¿Me ayudas a descifrarlo? Yo no sé leer, ¡porfa, yayo!

El anciano se quitó por un momento las enormes gafas de pasta que utilizaba. Sentó a su nieto en el regazo, y leyó en voz alta: «El tesoro del pollo perdido».

–Mmm… muy curioso –intentó hacerse el interesante.

–¿Qué? Abuelo, cuenta… –preguntó impaciente el niño.

Se volvió a poner las gafas. Con el dedo índice recorrió cada una de las marcas que había en el papel. Entonces le contó a su nieto una historia.

–Tienes en tu poder el mapa del famoso tesoro del pollo perdido.

El niño abrió la boca asombrado.

–Verás. Hace mucho tiempo, en un país no muy lejano, y parecido al nuestro, hubo una guerra entre su rey y un malvado pirata. La disputa provocó que hubiera escasez de comida. Un día el rey, ante el inevitable acoso que recibía por parte de las tropas enemigas, decidió guardar el único alimento que quedaba en el palacio: un gigantesco pollo al que había cuidado con mucho mimo para comerlo en la cena de Navidad. El rey dibujó este mapa para que el ruin pirata jamás encontrara el manjar. De esa manera sólo él sabría dónde estaba escondido.

El nieto escuchaba con atención la historia, pero interrumpió al abuelo.

–¿Cómo se llamaba el pirata?

La historia que se había inventado el viejo, no tenía nombre para el pirata, ni para el rey. Era pura fantasía, por lo que dudó a la hora de bautizar al personaje malo. Se le ocurrió ponerle el nombre más absurdo y ridículo que le llegó a la cabeza.

–El temible corsario se llamaba Mc Donalds.

–¿Y encontró el tesoro el pirata?

–¡Jamás! –afirmó con rotundidad–. El pollo todavía anda escondido, esperando a que alguien lo encuentre para devorarlo.

El niño se bajó del regazo del abuelo.

–¡Vaya rollo, abuelo! ¿Quién quiere un pollo por fortuna?

El niño se marchó de allí corriendo. Regresó al desván junto a su abuela. Pensó que quizá allí sí podría encontrar un botín de verdad. El abuelo se quedó con el supuesto mapa en las manos. Esa vez si lo leyó de verdad: «Fiesta de cumpleaños de Leonardo, 10 de febrero de 1956. Receta para hacer sándwich de pollo». Ante su vista tenía la lista de compra  que hizo su madre para celebrar su décimo aniversario, de eso hacía más de cincuenta años. El anciano se emocionó al ver la caligrafía de su madre. Para él, ese papel sí era un verdadero tesoro.

 

 

 

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