Los ángeles no tienen sexo

Imagen: Pixabay

Ha pasado mucho tiempo pero lo recuerdo a la perfección: seis de marzo de mil novecientos ochenta y cinco; diez de la mañana, ingreso en maternidad. Al fin, tras nueve meses llenos de dolores y placer, iba a ver tu cara, la de mi bebé. Te esperaba con mucha expectación, porque jamás me dijeron tu sexo. Bueno, no es cierto del todo. Las vecinas mayores de la calle me hicieron un juego de esos extraños en los que te aseguran si vas a tener un niño o una niña: las tijeras cada vez decían una cosa. Lo peor fue buscarte un nombre. Tardamos en ponernos de acuerdo, pero al final lo hicimos: Lucía en caso de ser chica y Vicente si al final eras chico.

¿Sabes? Fue muy emocionante descolgar el teléfono y llamar a tu padre al trabajo. Aún recuerdo lo nerviosa que se puso la recepcionista al decirle que estaba de parto y que le necesitaba a mi lado. No tardó en llegar a casa, y con su flamante  Seat 127 me bajó a todo gas hasta el hospital. Todavía logro sonreír al recordarlo: «¿Ha roto aguas?», preguntó la enfermera del mostrador. Entonces tu padre, con el humor que tanto le caracteriza le dijo: «¡El Sichar al completo!».

Cuando me hicieron pasar al paritorio se convirtió en algo muy duro. Sentía tus ganas por salir y encontrarte con nosotros. Estaba agotada, y tu papá se mostraba más nervioso que yo. Era gracioso contemplar a las enfermeras intentando calmarlo. «Tranquilo, todo irá bien», le escuché decir a una de ellas. Y todo iba fenomenal hasta que empecé a  empujar. Perdí la conexión contigo y desfallecí. Saliste de mi vientre sin llegar a percibir la luz. No me hizo falta ver al ginecólogo para saber que no iba a poder disfrutar de ti. Sus palabras tampoco me sirvieron de consuelo, poco antes noté que te marchabas de mi lado para siempre.

Por eso cada seis de marzo lo celebro con nostalgia y resignación. Porque me lo diste todo sin haber pasado  el tiempo que deberíamos haber tenido para nosotros dos. Porque aunque tu destino no estaba escrito a mi lado, me enseñaste a sentir y a vivir como una madre primeriza. Mis lágrimas así lo aseguran todas las primaveras al recordar tu rosada y pequeña cara angelical. Nunca me cansaré de clamar al cielo por ti. Los años pasan pero una madre no olvida. Algún día sé que marcharé para estar a tu lado, y entonces te arroparé con mis brazos. Te cantaré la misma nana que escucharon tus hermanos: «run, run, run, mi bebé mira al sol; run, run, run cantaremos tú y yo»,  luego te besaré. «Mamá te quiere», nunca lo olvides.

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