Oh là là

Al fin fuimos viento, libre de todo; solos ella y yo ante la inmensidad de la ciudad del amor y la libertad, París. Teníamos tanto para darnos, ilusión, cariño, sinceridad… A pesar del camino, gravado de incordios y miedos, no resultó difícil llegar hasta allí. Fue la complicidad de dos corazones equipados con alas, con muchas ganas de anidar lejos, lo más posible, para que todos los pésimos recuerdos quedasen muy atrás. Esa siempre fue la intención, olvidar, marchar de nuestra tierra en la que dejábamos raíces ancladas en un pasado que se negaban a evolucionar, con un presente lleno de sangre, sudor y lágrimas. Porque esa es la única verdad de las guerras, destellos de odio y rabia. Nosotros supimos huir a tiempo de ello. Quizá ella más que yo, porque a los meses de afincarnos en Francia, y ante la belleza de esa gigantesca torre a la que no solo aman los franceses, se armó de valor y me lo dijo: «Se llama Pierre…»; y lloré, tanto que mis brazos se escurrieron de su cuerpo como si estuviesen embadurnados con la mantequilla de un delicioso croissant. Eso fue lo que más me dolió, que ese mismo viento que nos había acercado la libertad, ahora la alejaba de mí con cierto acento y encanto francés.

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