¡Shhh!

Todo ocurrió en una de esas temporadas en las que crees que alguien te ha echado mal de ojo. Nada me salía bien. Me despidieron del trabajo, mi mujer me dejó por otro hombre, y para colmo de los males, mi madre cayó muy enferma por culpa de un cáncer de pulmón. Todo un puñetero pack gratuito de desgracias.

Al poco tiempo de enterarnos de la enfermedad de mi madre, la ingresaron de urgencia en el Hospital Provincial de Castellón, para tratar el temido tumor que se le había propagado por todo el cuerpo. Las palabras del Dr. Quijano, el responsable de oncología del centro, no fueron muy esperanzadoras. Cada uno de los mensajes pesimistas que salían por su boca,  se convertían en auténticos escupitajos cargados de dolor e impotencia disparados a bocajarro contra mi corazón.

Toda esa tragedia ocurrió en el verano más bochornoso que jamás he vivido.  Recuerdo a mamá abanicándose, a pesar de su estado, luciendo en su cara esa simpatía andaluza que corría por sus venas: «Coge dinero de mi monedero y ve a tomarte algo fresco, Manuel», me dijo una noche al verme sofocado frente al cristal de la ventana, con los botones de la camisa despasados por culpa del sudor y la mirada perdida en la calle, pensando en la miserable vida que me había tocado vivir. Lo hubiera dado todo por cambiarme con ella. No se merecía esa cruel enfermedad que se la estaba llevando a marcha forzada.

Le hice caso, pero no cogí el dinero de su bolso.  Me acerqué hasta ella y le di un beso en la frente: «Ahora vuelvo enseguida, mamá», le dije muy despacio para que pudiera conciliar el sueño. Antes de salir por la puerta volvió a llamarme.

—¡Manuel!

Me giré para verla y noté en su cara la expresión más tierna que jamás le  había visto.

—Dime, mamá.

—¡Te quiero, hijo! —me dijo sonriendo, con sus ojos convertidos en dos luceros brillantes.

Le respondí con mi mejor sonrisa, esa que suele dar las gracias sin decir ni una palabra. Cerré la puerta despacio y salí a buscar un refresco.

Lo recuerdo a la perfección, eran casi las once de la noche cuando me dirigía por el pasillo del hospital hacia una de las máquinas expendedoras de bebida. Me topé con un par de enfermeras que caminaban despacio, mucho más lento de lo normal. Pero eso no fue lo que me extrañó de ellas, sino que lo hacían sin dirigirse la palabra, en una sepulcral procesión. Sus piernas se movían al compás del segundero que pendía sobre la puerta de la salida: «tic, tac, tic, tac», pude escuchar el movimiento de las agujas. Cuando pasé por su lado las saludé, pero ellas no respondieron. Ni siquiera me miraron, tan sólo siguieron con la vista puesta en el frente, intentando llegar a su destino sin que nada ni nadie las entretuviera. Su indumentaria también me resultó curiosa, pues era la primera vez que veía a dos enfermeras lucir una especie de gorrito en la cabeza con una cruz roja dibujada, algo muy vetusto y extraño.

No le di más importancia, me senté en uno de los bancos del diminuto parque interior de la clínica. Fumaba un cigarro a la vez que daba pequeños sorbos a lata de refresco de cola que me compré. Entre calada y trago empecé a martirizarme por toda mi situación personal. Intenté convencerme de que yo no era el responsable de mi mala suerte, pero en realidad no era así; tenía parte de culpa como ser humano que exhalaba vida entre respiro y respiro.

Me sentó bien el refrigerio y apagué con fuerza la diminuta punta del cigarro en un cenicero. Eché de mis pulmones la última calada y decidí regresar.

Antes de llegar a la habitación volví a ver a lo lejos a esas dos enfermeras antipáticas, pero pronto advertí que no iban solas. Una mujer mayor las acompañaba. Iba entre las dos sanitarias, flanqueada por el silencio y la seriedad. No tardé en comprobar que la anciana se trataba de mi madre. Me pareció muy raro que a esa hora la sacaran de su habitación, pues en realidad estaba débil para hacerlo. No pude evitarlo, grité desde la distancia:

         —¡Mamá!

Ella se detuvo. Se dio la vuelta para saludarme y me dijo adiós con la mano. Una de las sanitarias tiró de su brazo para que reanudara la marcha. Luego recibí por parte de esa misma mujer un reproche; puso su dedo índice sobre sus labios y escuché un desagradable siseo: «¡Shhh!», me mandó callar. Después retomaron el paso y se dirigieron hacia el final del pasillo.

Aquello no me pareció normal. Corrí hasta ellas, pero poco antes de darles alcance vi algo que me impactó: mamá y aquellas dos extrañas desaparecieron a través de la pared del fondo.

Volví a correr, pero cuando llegué no pude hacer más que tocar el duro y frío tabique. Allí no había nadie, era imposible que nada pudiera atravesar el muro. No me moví del lugar durante unos minutos. Creí que tal vez había sido una cruel recreación de mi cabeza, pues llevaba demasiado cansancio acumulado.

Le quité importancia y regresé a la habitación. Antes de abrir la puerta sentí un ligero escalofrío recorrer por mi cuerpo. Cuando entré y vi a mi madre yaciendo sobre la cama lo comprendí todo. Su cuerpo ya no respiraba. Su cara pereció con la misma sonrisa que me regaló minutos antes. Cerré sus ojos para abrir el luto en los míos. Mis lágrimas y un último beso que le di en la frente fueron su único equipaje para cruzar al otro lado. No le ganó la jugada al cáncer, pero al fin pudo descansar, se lo merecía.

Desde entonces, cada vez que alguien pide silencio presto atención a todo lo que me rodea. El mutismo huele a muerte y yo intentaré escapar de ella. Aunque cien tuertos me hayan mirado, vivir merece la pena.

2 respuestas a «¡Shhh!»

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