Camino del reencuentro

La Navidad estaba próxima, muestra de ello eran las luces que decoraban las calles y comercios. El viejo Marcelo se las ingenió para evitar salir de casa durante todas esas fechas. Consideró su hogar como un buen refugio para aislarse de todo lo relacionado con la tradicional fiesta. Diciembre le resultaba un mes con demasiados recuerdos tristes.

            Vivía solo, en un pequeño piso apuntalado debido al mal estado de conservación. No tenía familia. Enviudó muy joven del único amor de su vida y nunca tuvo la intención de volver a tener otra relación, por lo que tampoco logró tener hijos. No se sentía solo, estaba bien arropado con la compañía de Verde y Amarillo, sus dos canarios que le recompensaban a diario con sus cánticos.

            Mientras descansaba, tuvo la sensación de que esas navidades iban a ser especiales. A su olfato le llegó un agradable aroma, que le recordó a su difunta esposa.

            La melancolía le llevó a recuperar aquella emotiva carta que su mujer le escribió. A duras penas se puso de pie y fue hasta su habitación. Abrió un cajón del armario y encontró el papel que buscaba.

            Se sentó en el sillón, desplegó la carta y la perfecta escritura de su mujer le dibujó una sonrisa. Repasó la caligrafía con la yema de su dedo índice, fue como acariciar la piel de su señora. Aquel cúmulo de sentimientos le presionó los lagrimales. Cuando pudo controlarse se secó los ojos y se puso las gafas para leer:

            “Mi amado Marcelo,

            Recuerdo la noche que te conocí. Fue justo cuando sonaba esa canción que tanto me gustaba. Te decidiste a coger mi mano para bailar y me susurraste al oído el estribillo: “Mirando al mar soñé que estabas junto a mí. Mirando al mar yo no sé qué sentí, que acordándome de ti, lloré”. Aún tengo en la memoria esa mirada que cautivó y consiguió que termináramos compartiendo nuestros besos.

            Qué caprichoso ha sido el destino. Ahora que empezábamos a disfrutar en libertad de nuestro reciente matrimonio, la muerte me llama. Quedo muy triste al saber que esta enfermedad se me lleva muy lejos de ti. Son muchas las preguntas sin respuestas que me amargan.

            Considera lo que te voy a decir. Eres demasiado joven para sufrir. Piensa en nuestra historia como un dulce sueño con un final no deseado, pero del cual despiertas y consigues reponerte. Mi único anhelo es que seas feliz. Encárgate de buscar a otra mujer que riegue tu corazón marchito. En tu larga vida necesitarás a alguien a tu lado con quien compartir experiencias. Yo, en cambio, marcho enojada con mi suerte. Un gran hombre como tú no merece este castigo. Te amo y te amaré dónde quiera que esté mi destino, con la única esperanza de algún día volverte a ver. Recuerda mis besos cómo muestra de amor. Te llevo conmigo allá donde voy. Gracias por haberme hecho feliz todo este tiempo”.

            No pudo contenerse y las lágrimas volvieron a cubrirle el rostro. Se quitó las gafas y notó que la fuerza le vencía. Cerró los ojos, pereció con la carta entre sus manos. Llevaba demasiado tiempo esperando ese momento.

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