La Fortaleza de los Ojos Perdidos

Cuando el condestable, don Álvaro de Luna, se enteró de la evasión del preso Enrique Enriquez, hizo llamar a los carceleros para pedir explicaciones. Le resultaba increíble que aquel hombre, de mediana edad y con las fuerzas mermadas debido al largo encarcelamiento, consiguiera escaparse de la mazmorra ubicada en lo alto de un torreón de la Fortaleza del Duero. Si el reo llegaba vivo a la otra orilla del río, podía revivir la resistencia contra la monarquía, y eso, el condestable no podía permitirlo.

Uno de los responsables de la cárcel, seguro de su trabajo y el de sus guardias, se atrevió a afirmar que la desaparición fue cosa de brujas: era imposible que el preso saliera de allí sin ser visto. Ante su firme testimonio y dado que no dio mayor muestra de preocupación por lo sucedido, don Álvaro, le hizo apresar. Acercó la punta de una espada hasta su frente: «Si dices que no lo has visto, de nada te sirven los ojos», y se los arrancó demostrando que si allí había una fuerza sobrenatural, era su temible carácter. Hecho esto y dejando clara la importancia de aquella evasión, mandó buscar al fugitivo. Por cada hora que tardaran en encontrarlo, un nuevo ojo sería arrancado a alguien.

La búsqueda duró dos días, y Enrique Enriquez nunca apareció. Se esfumó dejando una maquiavélica colección de cuarenta y ocho ojos amputados. Nunca se supo detalle de su desaparición, pero lo que sí se sabría, es que de ese castillo nadie más sería capaz de huir. Cada cierto tiempo, don Álvaro de Luna, se encargaba de arrancar un ojo a los presos para asegurarse de que no podían escapar. Desde entonces, el lugar sería conocido por el nombre de “La Fortaleza de los Ojos Perdidos”.

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