Crónicas del Rey de Copas

Viernes, 21 de diciembre de 2018.

Imagen: Pixabay

08:00 horas de la mañana; faltan 12 para la cena.

Mal augurio. La cafetera no funciona, me he quedado sin mi dosis de cafeína y hoy la necesito más que nunca. Se presenta un día más largo que el último videoclip de Leticia Sabater. ¡Esta noche hay cena de empresa!

12:00 horas de la mañana; el descansito.

Estoy petao. Aún no han reparado la máquina de café, y me cuesta tanto abrir los ojos, que sin darme cuenta me he tropezado con el jodido y austero árbol de Navidad que Puri, la de Recursos Humanos, pone todos los años en el pasillo para que el mundo entero sepa que la cosa no va bien y no hay dinero ni para bolas —si pusiera todas las que se ha tragado para llegar a su puesto, seguramente ganaríamos el premio al pueblo más bonito de Ferrero Rocher—. Este año tampoco ha habido aguinaldo, lo achacan a esa maldita flecha de un gráfico Excel  —bastante cutre, todo sea dicho— que apunta hacia abajo. He decidido echar mano a la petaca de coñac  para contagiarme del bonito espíritu navideño de esta oficina: glup, glup, glup, glup… —cara de chino chupando un limón— ha sido un trago más largo de la cuenta.

14:00 horas de la tarde; fin de la jornada.

Como es habitual en estas fechas, hoy hemos terminado de trabajar a las dos. Es algo que se inventó el cretino de Juan para jugar a la chorrada esa del amigo invisible. Se ha convertido en un clásico ver quién hace el regalo más horrible de todos. A alguien muy borde se le ha ocurrido este año regalar a Teresa —la pechotes de la oficina— un balón de playa de esos que regala cierta compañía fabricante de mayonesa. El mío ha sido tan invisible que ni se ha presentado: ¡Me cago en sus muelas!

20:00 horas de la tarde; la previa.

En el bar de abajo. Nada destacable. He rezado media docena a San Miguel; también he rogado por mi mujer, para que sea piadosa conmigo al día siguiente.

He vuelto a orar una última vez por ella.

21:30 horas de la noche; el banquete.

Esta vez he tenido suerte, demasiada. Los últimos años siempre se acoplaba a mi lado el pesado de Federico. No es que sea mal tío, pero detesto el  vicio que tiene de ir al baño cada dos por tres para esnifarse lo que él llama a voces «La Navidad»; no es muy listo que digamos.  Me he sentado al lado Teresa. Tras la última copa no he podido aguantarme, he reído como un poseso al recordar el balón de playa. Vino abundante, menú decente, y precio, a esas alturas, aceptable.

00:00 nuevo día; el Rey de Copas.

Tras la cena y en la barra del mítico Cantonet, he perdido la cuenta de los gintonics. Alguien me bautiza como «El Rey de Copas»; ahora sí, la cartera me dice que la noche está saliendo algo carilla; decido cantar al karaoke por eso de no echarme a llorar.

01:00 horas de la madrugada;  una más, Justino.

Ni de coña. Tras un par de canciones ya no me dejan cantar. La rubia —la misma que creía que me estaba haciendo ojitos—  me quita el micrófono y se pide esa de «…y se marchó»; entonces me fui. Acabé en un garito con un rebaño que no era el mío.

02:30 horas de la madrugada; un reggeton.

Me doy cuenta, al mismo tiempo que miro el fondo de mi copa, que Georgie Dann y King África ya no son nadie; yo tampoco lo soy: veo que mi intento de mover el culo es un tanto ridículo y, en un momento de cordura, decido que ya está bien.

05:00 horas; un taxi y a dormir.

El taxista no me entiende. Me ha dejado en la otra punta de la ciudad. Me bajo sin darme cuenta de ello. Yo no vivo allí, pero decido ir andando a casa para que me dé el airecillo. Ufff, me hace falta.

12:00 horas del post-apocalipsis.

Me despierto, pero antes de abrir los ojos veo una serie de “momentazos” que pasan por mi mente a toda prisa: risas mojadas con alcohol, más de la cuenta; siento vergüenza, demasiada. «¡Ojalá que el lunes nunca llegue!», pienso mientras echo mano a la caja de paracetamol, esperando que una de sus dosis cure el dolor de cabeza y limpie mi memoria, jurando no volver a hacerlo más… No me lo creo ni yo.

 

Rústico

Soy un tío rústico,
de jamón, pan y tomate;
de versos salados
que no bailan con nadie;
de canciones matutinas
con toques de corneta;
de tardes con chocolate
y palabras que riman
con el auténtico arte
que la certeza dicta.
Y no por eso soy malo,
sino más bien un hombre
que piensa en voz alta,
y parece que hiere
sin haber querido hacerlo.

@XaviviGarcía

Moriré

Imagen: Pixabay

Moriré por ti cuando ya no estés. Porque lo has sido todo, un suspiro lejano que poco a poco se fue acercando a mi nuca, hasta que en cierto momento pude sentir el calor que prendiste en mí.

Moriré por ti, porque fuiste la única palabra de amor que salió de mi boca; tú lo lograste, el mérito fue solo tuyo. Yo no pude hacer más que intentar seguir luchando con la ceguera que me provocó tu belleza.

Moriré por ti, porque cuando el ocaso llama a mi cama, el único anhelo de mis sábanas es que tú te empadrones en ellas; porque provocas tempestad de deseo en cada uno de mis sueños y, así, no es fácil vivir.

Moriré por ti, aunque creo que ya lo hice hace tiempo: cuando tu indiferencia sopló la llama virgen de mi corazón.

 

Mermelada

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Hoy he vuelto a sentirme solo, las sábanas sin ti ya no son lo mismo. Porque tu calor desapareció hace mucho tiempo, aunque tu aroma aún perdura en la habitación. Igual es algo psicológico, pero he sentido la necesidad de recordar bastantes de las cosas que hicimos juntos. ¿Por qué? Es sencillo de explicar: simplemente te extraño.

No quiero creer que fuiste una amante sin más, me resisto a pensar que eras la típica sonrisa con fecha de caducidad. Lo nuestro fue especial, y aunque antes de adentrarme en ti ya sabía que no me pertenecías, no pude evitar chafar con los dos pies dentro. El sexo nunca fue complicado, pero sí lo que empecé a sentir tras nuestros bailes en la ciénaga.

¿Que cuál es el mejor recuerdo que tengo tuyo? ¿En serio quieres saberlo? Todo empezó en la cocina.

Me dijiste que te atara el delantal, y lo hice no sin aprovecharme de ello. Mis manos en tu cintura deslizándose hacia abajo. Luego, sentí un ligero manotazo tuyo advirtiéndome: «¡El postre no está listo!». Me obligaste a ponerme ese otro delantal tan ridículo: «¡Olé que arte mi niño!», dijiste mofándote del horroroso diseño andaluz.

¿Luego? Pusiste agua a hervir y me pediste ayuda con la receta. Lo hice más bien de lo que podrías haber imaginado. Colocaste una fresa en tu boca y me invitaste a acercarme. Eso fue sencillo, presioné mis labios contra los tuyos, con la fruta de por medio. ¡Qué placer! Nuestro calor derritió su piel y el jugo invadió nuestro paladar. Mi lengua rebelde se escapó y acarició la tuya. Después de eso quedaron entrelazadas, moviéndose y agitando el azúcar.

Cuando despegué mis labios de los tuyos te pregunté por el nombre de la receta. «¡Mermelada de fresa!», me dijiste.

Desde el mismo día que desapareciste de mi vida odio el sabor de la fresa, y me pongo de peor humor cuando mi abuela insiste en darme la receta. ¡El vello de punta!

 

Vértigo

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Al final todo termina en tus labios, y yo trepando por ellos para robarte un solo beso. Sabes que siempre se me dieron mal las alturas.

 

La maleta de Paca

Apenas habían pasado unas horas desde que su madre yacía tras un frío nicho y se vio en la necesidad de dejar la casa del pueblo completamente organizada, antes de regresar a su rutinaria vida en la capital. Mientras su mujer se encargaba de quitar el polvo a los muebles y empaquetar los objetos de más valor, él, sentado sobre una vieja silla de esparto, quedó mirando las humedades de las paredes. Recordó cómo antaño su viuda madre se encargaba del mantenimiento del hogar. Pese su intención de querer ayudarla en todo momento, ella siempre le quitó la mayoría de incomodidades. A su anciana madre no le hubiera gustado ver la corrosión en las paredes y sintió un impulso irrefrenable de repararlas.

Imagen: Pixabaymagen

Se dirigió al altillo de la casa para buscar herramientas y algo de pintura con la que maquillar los desperfectos. El hecho de entrar por la puerta y ver el perfecto orden que había en el cuarto, le hizo recordar las regañinas  que le daba su madre cuando solía jugar allí de niño. Siempre le dijo que allí guardaba cosas muy valiosas, pero él tan solo vería objetos inútiles llenos de polvo. Ahora, adulto y ante aquella magnífica colección de objetos, se daba cuenta de lo que quería decir su madre: todas aquellas cosas tenían un valor sentimental y servían para rescatar recuerdos del olvido.

Observo que, sobre lo alto de una estantería, había botes que parecían ser de pintura. Se acercó hasta allí y, al intentar coger uno de ellos, hizo caer una vieja maleta a tierra. El impacto provocó una gran nube de polvo que tardó unos segundos en aposentarse. El aspecto antiguo y delicado de la maleta le llamó enseguida la atención. Creyó no haberla visto nunca y eso aumentó su curiosidad por ver el contenido.

Le costó desatar las dos cuerdas que estaban puestas como un seguro extra y, luego, retiró los anclajes para dejar al descubierto el interior. La maleta estaba repleta de cartas. No tardó en extraer un par de ellas y se emocionó al ver que eran escritos de puño y letra de su padre, al que nunca llegó a conocer. El agradable descubrimiento hizo que se olvidara del motivo por el que estaba allí y se sentó en una mecedora con intención de leer alguna de las cartas. Ojeó selectivamente las fechas y encontró una posterior a su nacimiento. Abrió el amarillento sobre y extrajo el papel que empezó a leer con mucha dedicación:

» Mi querida y amada Paca:
Me alegra que no hayas traído al niño en tu visita de hoy, me supone un gran dolor verlo y no poder besarlo. Siento haberme mostrado tan triste y poco receptivo, pero en esta carta te lo explico todo.
Tras estos muros que nos privan de nuestra merecida libertad, tan solo se respira la muerte. Intuyo que apenas me quedan unas horas de vida y te escribo la presente para despedirme de todos vosotros.
Quiere el tan caprichoso destino quitarme la felicidad que venía gozando desde el día que te conocí, y de privarme ver crecer a mi pequeño y tan amado hijo. Me amarga tener que dejar este mundo a sabiendas que el pequeño Gerardito no va a poder disfrutar jamás de su padre. Paca, educa al chaval lo mejor que te sea posible y dale dos enormes besos el próximo 24 de abril, día en el que cumple sus dos primeros añitos de vida. ¡Dios quiera que mi muerte y la de los demás sirvan para que nuestras familias vivan por muchos años!
Hazme un favor, dile a mi madre y hermanos que los llevo con mi mente a la tumba, que siempre los tuve presentes en estos fríos calabozos, que les pido por favor que te echen una mano para sacar al niño adelante.
Y a ti, mi amor, ¿qué te voy a decir? Que te amo y lo haré eternamente donde quiera que esté. Recibe junto mi último abrazo la fotografía que te adjunto en el sobre, la única culpable de mantenerme vivo en estos meses de cautiverio. Tómala y guárdala como si fuera mi corazón.
¡Adiós a todos! ¡Adiós!

Tu esposo, Gerardo.»

Buscó dentro del sobre y encontró una desgastada fotografía en blanco y negro. Le alegró comprobar que se trataba de un típico retrato familiar de la época, en él  aparecía en brazos de sus padres. Empezó a notar cómo la melancolía aplastaba sus lagrimales. Examinó detenidamente la imagen y se dio cuenta de que en la parte posterior había algo escrito.

«A mi mujer Paca e hijo Gerardo. ¡Tened en cuenta que os amo!».

Imagen: Pixabay

Sus ojos ya no pudieron aguantar la presión y explotaron en lágrimas. Las cristalinas gotas humedecieron la estampa. Besó el cartón como si se hubiera tratado de los rostros de sus padres y mencionó sus nombres en alto, intentando homenajearlos. Se enorgulleció de ambos, de su padre por haber sido víctima de la represión militar. Y de su madre, por haber logrado conseguir el coraje suficiente para criar a su hijo en suma soledad. No era un hombre de creencias religiosas, pero en ese momento la fe invadió su corazón y creyó oportuno considerar que, al final, sus padres se habían reencontrado en algún lugar. Imaginarlos una vez más juntos, les causó una verdadera alegría.

Se secó las lágrimas con las que había obsequiado la memoria de sus padres y guardó a buen recaudo la vieja fotografía. Echó la carta que acababa de leer dentro de la maleta y la volvió a cerrar. Dejó la misma a la vista para ojear el resto de las cartas más tarde, pues estimó que primero debía arreglar los desperfectos de las paredes de la casa. No quiso que el deterioro se viera reflejado en aquel hogar que, con tanto sacrificio, habían logrado sus padres.

 

El hombre que se cansó de comer espinacas

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Mientras cazaban ranas encontraron a un hombre desaliñado, durmiendo. Despertó sobresaltado y provocó que los niños huyeran. Uno de ellos  se tropezó y cayó.

—¿Estás bien? —preguntó el desconocido.

—Sí, gracias. ¿Cómo te llamas? —el niño se interesó en él.

—¿Te importa mi nombre o quieres saber quién soy?

—¿No es lo mismo?

—Es distinto. Me llamó Ramón y soy un hombre libre.

—¿Eres un vagabundo?

—No, aunque así me llaman.

—¿Entonces? —preguntó extrañado el chaval.

—Me cansé de la rutina. Enfermé por un exceso de obligaciones y me rebelé contra el sistema.

—No lo entiendo.

—Mira, chaval…

—¡Eh! No  me llamo chaval, soy Fran —el niño se ofendió.

—Perdóname, Fran.

—No pasa nada —el niño aceptó la disculpa de buen agrado.

—¿Te gustan las espinacas? —le preguntó el hombre.

—¡No! ¡Para nada!

—Pues, imagina que tu madre te pone un plato de espinacas. A ti no te gustan, te enfadas y no las comes. Lo que consigues es tener ese plato verde para la noche. Al final, cedes y las tragas. Yo me cansé de las complicaciones impuestas.

—¿Comiste demasiadas espinacas? —preguntó extrañado el niño.

—¡Más de las que he querido!

—Mi mamá siempre me levanta el castigo.

—Así debería ser la vida, chaval.

—¡Me llamo Fran! —se enfadó.

Aparecieron los niños que habían huido y Fran se unió a ellos.

—¿Quién es el vagabundo? —preguntaron.

—Solo un tío que se cansó de comer espinacas.

Sin más, corrieron hacia el pueblo con intención de asustar a las niñas con las ranas que habían cazado.

 

 

Fusión incompleta

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Ya no encuentro consuelo ni en tus miradas ni caricias. Hace tiempo que me siento prisionero de la indiferencia. Los besos perecieron antes de dar vida a ese sentimiento llamado amor. Ya no me siento seguro entre tus brazos, pues un despiste emocional ha condicionado nuestra relación. Tu corazón se ha convertido en un matojo seco que espera una chispa para matar todo sentimiento vivo hacia mí.

No demos pie al odio, dejemos vagar el aire entre senos y Dios quiera asignarnos un nuevo destino a cada uno. Perdimos el rumbo del cual no hemos conseguido reencontrarnos. Naveguemos pues cada uno por su lado, aunque nos cueste borrar esa esencia llamada pasión.

Lo nuestro simplemente fue una compleja fusión física de la cual no llegamos a pasar al segundo grado: la estabilidad en nuestra relación.

 

El hijo de Parmenión

Ya no tengo fuerzas para seguir luchando por lo que me inculcó mi padre. Cada vez me cuesta más motivar a mis fieles soldados. ¿Para qué sirve derramar tanta sangre inocente? En un principio luchábamos por salvaguardar lo nuestro. Ahora, es bien diferente, morimos por un puñado de políticos ambiciosos. Su bienestar no es otro que cebarse con manjares y disfrutar con las más bellas doncellas. Demasiada lujuria es lo que existe en las alcobas reales. Nunca han querido darse cuenta de la realidad: nuestra gente muere de hambre, no por guerras.

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«Los cerdos ya están demasiado gordos, es hora de repartir la carne entre el pueblo», es lo que suele decir mi querido hermano Filotas. Razón no le falta, pero esta pasión algún día le costará la vida. Mientras tanto, seguimos a las órdenes de un Alejandro desaliñado, por culpa de sus excesos nocturnos. Vino, sexo y alguna que otra depravación es lo que, con seguridad, debe recordar en la batalla, cuando el resto damos la vida por él y su ansiado imperio. Ha perdido el rumbo, quizá sea el momento de que una espada perdida cambie nuestro rumbo. Ojalá algún dios se decida a ayudarnos.

 

 

La fragancia del amor

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Me llevaste de la mano al firmamento; a poder tocar con las yemas las nubes; a sonreír al vacío, y luego mirarte de nuevo; a cerrar los ojos e imaginar que de verdad me amas, que no existe ninguna frontera a nuestra pasión; me enseñaste a saltar la barrera de mis miedos, a pegar patadas marciales a los que mordisquean mis sueños. Me llevaste de la mano para enseñarme todo eso y,  al final, no pude decírtelo, pero sé que lo viste dibujado en mi rostro. El amor es una fragancia duradera.