Una despedida pegajosa

Imagen: Pixabay

El niño mascaba un chicle con sabor a fresa, su preferido. Sostenía en la mano derecha un lápiz desgastado, mientras intentaba recordar todos los consejos de ortografía que doña Sagrario le había inculcado una y otra vez mediante tirones de oreja. Para la ocasión también se había preparado una goma de borrar, sabía que su caligrafía era bastante mala y quería asegurarse de que la carta quedaba completamente legible. Puso con delicadeza el carboncillo sobre el papel y empezó a deslizarlo muy despacio.

«Hola, Cris. He oído que te marchas a otro pueblo y me siento bastante triste. Dice mi hermano Fidel que  soy muy pequeño para entender el amor. Igual soy un mocoso como suele llamarme, pero aunque tenga el corazón diminuto siento algo especial por ti. No sé si estoy enamorado o tal vez es el cariño que te he cogido por haber estado tanto tiempo junto a tu pupitre. No lo tengo claro, pero te aseguro que he dibujado corazones muy cursis en las ventanas con mi aliento. Lo peor de todo es que puse nuestros nombres dentro de ellos, mientras mi cara sonreía al imaginarme jugando contigo. Tenía que decirte esto, por eso te he escrito con buena letra, para que lo entiendas. Te deseo mucha suerte. Yo intentaré ser feliz pensando que te va bien, aunque mamá me siga preguntando por qué mi cara está triste mientras veo a Tom y Jerry en la televisión. Mi último recuerdo tuyo será el Cheiw que me regalaste aquella tarde en el parque».

Terminó de escribir la carta. Sacó su chicle de la boca y lo metió dentro del sobre. Luego suspiró profundo y cerró la misiva. Quizá no podía compartir con su amiga un beso de despedida, pero sí su golosina favorita. Pensó que a ella le iba a encantar ese detalle tan dulce.

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