La soledad

Imagen: Pixabay

Susanne miraba de forma impaciente su pequeño reloj de pulsera. Estaba preparada, pero se mostraba impaciente por ver cómo la manecilla se posaba sobre las doce, para que al fin, llegara el ansiado día. Cumplía con pulcritud el mismo ritual todos los años: se cepillaba su canosa melena; luego se pintaba los labios de color rojo pasión, ante el espejo del tocador, su único amigo y compañero en las últimas décadas.

 Salió de su habitación con el paso lento que le había marcado los años, y bajó hasta la cocina. La desgastada madera de las escaleras provocó una melodía: «La Soledad», ese era el nombre de la banda sonora de su vida. Sacó del frigorífico una enorme tarta de nata y chocolate. La hizo la noche anterior, usó la misma receta de siempre, jamás cambiaba nada. Tampoco esta vez pudo evitarlo, quitó un poco de crema con su dedo índice y se lo llevo a la boca: «¡Seguro que le gusta! », dijo tras comprobar que una vez más le había salido deliciosa. Sacó del tercer cajón del mueble tres velas y las puso de forma alineada; las encendió. Cuando comprobó que todo estaba listo, suspiró lo más hondo que pudo. Luego regresó hasta el piso superior.

            Se detuvo justo delante de la puerta.  Se acercó con sigilo, no quería delatar la sorpresa. Sostuvo la tarta con una mano y la otra la puso en el pomo; lo giró, abrió de forma rápida: «¡Felicidades, cariño!», gritó emocionada. Le respondió el silencio, y el olor a quemado de la habitación. Nada más, allí no había nadie que pudiera saltar ni gritar de alegría por aquel bonito detalle. Nadie, o al menos en persona, porque lo que sí había eran recuerdos por todos los rincones: las paredes pintadas en antaño con un tono malva, juguetes esparcidos por el suelo, y una pequeña cuna que mucho tiempo atrás fue un nido de vida. Pero en esta ocasión todo estaba absolutamente cubierto por hollín, quemado en un incendio que se llevó a su pequeño bebé de tres años. Poco después perdió a su marido, también por culpa del fuego. El hombre se quemó, pero no fue cosa de las llamas, sino de la locura de su esposa que no supo recuperarse de la muerte de su hija. La abandonó cierta tarde sin despedirse de ella, pero Susanne jamás pareció enterarse: «Papá vendrá enseguida, ha salido a por tabaco», dijo mirando a la cuna. La mujer sonreía al vacío, mientras las yemas de sus dedos pasaban sobre la madera ennegrecida e intentaba captar todos los recuerdos posibles de la pequeña Sophie.

    «Otro año…», pensó justo antes de cerrar la habitación, entonces se dio cuenta de todo. La primera lágrima que se desbordaba por su ojo derecho también era la misma de siempre, la encargada de recordarle que jamás había estado loca, sólo era una mujer que había aprendido a seguir amando en la más absoluta soledad.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *