Pago por adelantado

Sheryl Montana, apesumbrada, entró vestida de luto en el local de un bajo comercial del viejo barrio de Storyville. Eso sí, lo hizo con la belleza y glamour que tanto la caracterizaba: su cuerpo, joven, se estilizaba tras un elegante vestido de Chanel y unos bonitos zapatos de tacón fabricados por un excéntrico zapatero turco. Ocultaba sus ojos tristes, siempre tras unas enorme gafas de sol diseñadas por la modista Carolina Herrera. Una pija en toda regla, sí, como sus andares neoyorquinos sacados de Upper East Side. Acababa de llegar a New Orleans desde New York. Un viaje bastante largo con un propósito extraño, tanto, que las piernas no dejaron de temblarle desde que leyó el letrero del negocio: «Madamme Bubba Louise: libros, hechizos y otros contactos». Estaba allí por eso, no por los libros, porque en realidad solo leía la revista Vogue, sino por esa frasecita que le había irritado el estómago al leerla por lo bajini: «Otros contactos…». La recibió una mujer mayor, con una redondez perimetral muy pronunciada, tal vez y sin exagerar como la tripa de un hipopótamo, y piel más oscura que aquel lugar. Sin duda, le faltaba una ventana mucho más grande o un par de focos para que el sitio estuviera decentemente alumbrado. Y pese a que la falta de luz le aterraba, más lo hizo las numerosas estanterías repletas de objetos raros que no se podían apreciar del todo bien: rastras de ajos, botes en alcohol con sapos en su interior, cráneos de macacos (o eso quiso creer ella) y muñequitos sin rostro hechos con paja. Eso sí, le resultó un alivio ver un letrero que decía «Se acepta American Express».

—Se paga por adelantado —le dijo la anciana.

Sheryl no se quejó. Sacó la tarjeta de crédito de su billetera, y sin preguntar el precio, se la dio a la dueña del local. Marcó un dígito con varios ceros y procesó el pago.

—Listo —dijo la vieja, sonriente. Acababa de engordar su cuenta bancaria algo más que su propia cintura.

Hizo pasar a la chica a otro cuarto mucho más diminuto. Allí había una pequeña mesa en el centro del salón, junto a dos sillas. No había ninguna ventana, solo una pequeña lámpara colgada en el techo que daba una luz roja. El olor era apestoso: numeroso moho cubría las paredes del lugar. Sheryl hizo intento de parar una arcada. A la vieja le resulto graciosa la imagen.

—No te preocupes, niña. El moho canaliza las energías… es la puerta al otro lado.

La hizo sentarse y le pidió que contara qué era lo que necesitaba en concreto. La neoyorquina fue directamente al asunto. No quería alargar más de la cuenta su estancia.

—Mi novio falleció antes de decirme algo importante.

Su ex, un importante empresario con casi veinte años más que ella, murió en una de esas noches en que las parejas se dedican amor profundo, con las yemas derrapando rincón a rincón; con las lenguas enlazadas buscando el salitre más escondido del amor. Era evidente que ella, aunque pudiera sentir cierto amor por él, no era más que una interesada que supo atraparlo, pero que lo perdió todo (la fortuna de él sobre todo) cuando él murió entre sus piernas sin haberla llegado a nombrar heredera de su mansión en Dallas, ni de toda la fortuna que arrastraba su apellido.

—Entiendo. No necesito más detalles. Dame tus manos, cierra los ojos y piensa en él.

Hizo todo lo que le pidió. El silencio dejaba percibir los ladridos de un perro callejero que se quejaba por no haber encontrado nada para comer. Por un momento, abrió los ojos y vio a la anciana concentrada. No decía nada. Volvió a cerrarlos justo después de pensar que todo aquello era una chorrada y que la habían timado. Se engañó.

Una extraña ventisca movió la lámpara. Allí no había ningún hueco por el que el aire de la calle se pudiera colar para hacer lo que había hecho. Sheryl lo sintió. Algo rozó su largo y bonito cuello; lo supo, fue una caricia. Asustada abrió los ojos y, entonces, el pánico se apoderó de ella. Se encontró con la vieja sonriendo. Tenía los ojos abiertos de par en par, aparentemente en cualquier momento podían salirse de sus cuencas. La médium permanecía callada. La joven intentó levantarse para marcharse, pero una extraña voz aguda salió de la boca de la hechicera.

—Bomboncito, ¿dónde vas?

Quedó paralizada. Solo había una persona que la llamaba así y ya no estaba en la tierra.

—Sigues igual de estupenda que siempre —dijo un ente que se apoderó del cuerpo de la vieja.

—¿Eres tú? —musitó Sheryl.

—Claro, bomboncito. ¿Ya no te acuerdas de mí?

Ella se echó las manos a la boca, asombrada. Hubiera llorado, pero no de amor sino de pánico.

—¿Para qué me has clamado? Sabes que siempre es un gusto verte, pero esto ya no es lo mismo. ¡No está bien!

Soportó la reprimenda como una adolescente por llegar más tarde de la hora acordada con los padres.

—Solo necesitaba saber una cosa. Antes de… —hizo una pequeña pausa— morir, querías decirme algo. Nunca lo hiciste y necesito saber qué era.

La anciana se levantó despacio y se acercó hasta Sheryl. La cogió de las manos y la hizo levantarse de la silla. Ambas quedaron frente a frente. La joven era bastante más alta que la médium.

—¿Me amas? —Le preguntó el ente a su ex.

Ella dudó en qué decir. Simplemente había acudido hasta allí para que el difunto le dijera dónde encontrar toda su fortuna. Esa pregunta la descolocó, demasiado.

—Sí.

—¿Hasta el infinito y más allá? —preguntó una vez más la poseída.

Sin pensar mucho, respondió nuevamente.

—Sí, claro.

La vieja sonrió. Cogió a la pija por la cintura y con un leve empujón se la cercó hasta sus labios. La besó con ganas mientras sus manos se resbalaron por la cintura de la joven, hasta el trasero. Le cogió con fuerza las nalgas mientras la achuchaba contra ella. El beso se convirtió en largo y placentero para ambas. Cuando el ente se encontró saciado, se apartó lo justo para mirarla a los ojos. Ella, mientras se reponía de algo imprevisto pero gustoso, se sintió avergonzada a la vez que esperaba una respuesta.

—Pues que así sea —dijo él en boca de la anciana, y sin soltar a su querida, empezó una extraña función.

La luz, de repente, inició un continuo parpadeo. Sheryl escuchó una voz gutural que la aterró: «Si me quieres, me acompañarás». Ella intentó apartarse, pero la vieja tenía una fuerza descomunal. No pudo quitársela de encima. Gritó, pero de poco le sirvió, porque la mujer rechoncha la miró con gula. Tanto que, abrió la boca y de una manera impensable, se hizo monstruosa. Se la comió, así, sin más. Todo el delicado cuerpo de la neoyorquina, empujado por pura magina negra, entró por la boca convertida en unas gigantescas fauces.

Cuando la vieja recobró el conocimiento, no recordaba por qué estaba allí, saciada, con su enorme tripa llena. Apagó la luz y salió de la habitación con una enorme pesadez en el estómago. Eructó. Nunca llegó a entender por qué ningún cliente salía de allí dentro, pero sí supo que fue una gran decisión eso de cobrar por anticipado, porque al fin y al cabo, su trabajo, bien o mal, estaba hecho.

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