Volver a empezar

Tras diez años casados la cosa parecía que funcionaba bien, pero no era cierto. Él se sentía dentro de una pequeña botella. Seguía enamorado de su esposa, pero la rutina los había distanciado. Ella no lo veía así, los quehaceres diarios la mantenían distraída. Por la noche se convertía en una mujer de hielo. Hacía tiempo que no se tocaban y la pasión se fue apagando. Para ella, el sexo carecía de importancia. Para él, demasiado tiempo sin poder disfrutar del tesoro que su mujer guardaba entre las piernas.

Un día, la primavera le alteró y no aguantó más. En el trabajo una cliente le alegró la vista: «Eso no es un escote, es una autopista hacia el cielo», pensó mientras firmaba un documento. Aquellos pechos le excitaron, la jornada laboral se le hizo eterna. Al llegar a casa se atrincheró en el baño para aliviar a su íntimo amigo. Bajó la cremallera del pantalón y dejó que aquel aburrido miembro se divirtiera con las caricias de su mano. Rindió homenaje a la mujer que le había despertado el apetito sexual. El final resultó apoteósico, pero carente de fuegos artificiales. Sólo llovió felicidad. Por desgracia, no se dio cuenta de que su mujer observó todo aquel ritual. El espectáculo sirvió para que ambos se reprocharan y se distanciaran más.

Con el tiempo la relación fue a peor, empezaron a ignorarse mutuamente. Él se apuntó a un taller de costura. Quiso aprender a desenvolverse con la aguja por si el matrimonio terminaba rompiéndose. Sofía, la profesora del curso, era una bonita viuda. Tenía un físico redondo pero proporcionado. Solía vestir blusas con pronunciadas aberturas que dejaban a la vista sus enormes pechos. «Me agarro ahí y no me hundo», pensaba cuando la maestra se agachaba para enseñarle cómo debía coger la aguja. El hecho de que no tuviera maña para las labores hizo que Sofía estuviera pendiente de él. Se dio cuenta de que se hacía el tonto para mirarle los pechos. Pese a ser quince años más joven que ella, se sentía atraído. Entre ellos surgió una bonita amistad, las muestras de cariño eran evidentes. Tras la última clase, terminaron en la cama de un hotel compartiendo mucho más que hilo. Exploró todo el cuerpo de la mujer, volvió a sentirse hombre. Ella agradeció la experiencia, pero añoraba algo importante: las caricias de su difunto amor. Se despidieron y nunca más supieron el uno del otro.

La infidelidad le valió para pensar. Se dio cuenta de que seguía enamorado de su esposa. Decidió que aquel desliz sería el único secreto que se llevaría a la tumba. Se vio con fuerzas de luchar por el matrimonio. Avivar la relación fue mucho más fácil de lo que había creído. Bastó con un lento pero sincero susurro: «te quiero», le dijo al oído mientras su mujer planchaba. Le respondió con un beso apasionado. Él no se contuvo, la levantó en brazos y la echó sobre la cama. allí, entre mutuas caricias, empezaron esa coreografía que sólo sus sexos sabían bailar. Los jadeos demostraron que se habían echado mucho de menos. Después del orgasmo, quedaron abrazados. No se soltaron en ningún momento. Esa fusión fu el inicio de una nueva etapa. Supo zurcir un remiendo que no requería hilo, sólo amor.

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