Lo justo es marchar

Vivir cuando ya estás muerto,
resulta ser la polivalencia
de la desdicha humana;
ni puedes ni quieres
seguir el canto del ancestro.

Morir cuando estás vivo
no es más que oír y escuchar,
sin dejar de alentar la huida
hacia un paraíso desierto.

Y que no se quejen las flores,
por el mal decorado de la caja;
ni tampoco los parroquianos
por el que quiso y no fue
una decente persona alegre:

…no hubieron chistes,
tampoco saraos que quisieran
la desesperación de un hombre
que, sin freno y a marcha forzada,
dejó su nombre y apellido
en la dura rama de un nogal.

Vivir cuando ya estás muerto,
morir cuando estás vivo,
es el baladre sinónimo
de que a pesar de la simpatía,
nunca se estuvo tan bien;
pero en el fondo tan mal.

Siempre lo justo para marchar.

@XaviviGarcía

Desidia

 

Mambrú, sentado en el suelo polvoriento, con la cabeza entre las rodillas, escuchó el estruendo de varios motores de vehículos pesados. Al cabo de unos segundos, sintió cómo se paraban frente a él. Por un momento se detuvo el ruido. Él no miró, pero supuso que el sonido de unas botas arrastradas por la arena, se dirigían hacia su posición. Entre el silencio y la inestable calma del Sáhara, llegó a su nariz un agradable olor.

—Hola —escuchó la dulce voz de una mujer. Al final, se atrevió a mirarla. Era joven, pelirroja, con una sonrisa inacabable; al zagal le gustó, pero no pudo reír. Demasiada pólvora y sangre habían marcado sus párpados.

—¿Te apetece comer? ¿Quieres agua? —preguntó ella; vestía un peto blanco con una cruz roja bordada.

Mambrú negó con la cabeza. Después, se encogió de hombros.

—¿Por qué no quieres alimentarte? —inquirió de nuevo la joven preocupada.

Hubo un rato de silencio. Después, el niño, se abalanzó sobre los brazos de la pelirroja y, sollozando, le respondió: «Ni la comida ni el agua quitan el miedo». El calor del abrazo se tornó infinito, hasta que un profundo suspiro le hizo sentirse saciado de verdad.

 

La necesidad

Imagen: IA

La necesidad de no olvidarte; de sentirte a cada instante en mi mente. Mis recuerdos, que también son los tuyos, suelen dictarme esa triste melancolía en la que, sin haberte llegado a tocar, lloran por hacerlo. Como una utopía viva, despierta y sin final. Esa es nuestra necesidad.

 

La eternidad del fantasma

Imagen: IA en base al poema

Soy un fantasma en mi ser,
lúgubre anhelo de labios
corrompido por el deseo.

Habita en mi pecho un cementerio
con más de trescientas tumbas,
con la misma inscripción en todas:
mi nombre, sin apellidos, sin fechas,
ni tampoco un soso epitafio;
tan sólo la humedad de los lamentos
que acaricia el verde musgo.

Soy un fantasma sin sábana,
desnudo ante las miradas
de aquellos otros muertos
que eluden sus pecados
porque no lanzan piedras,
pero sí usan limpias e impolutas
sus vajillas de porcelana.

Y, mientras desfilo
vestido de lamento,
perfumado de soledad,
grito en un intento
de versar la verdad:

No fui…
No soy…
No seré,
merecedor de la eternidad.

@XaviviGarcía

 

La Tornillos

Imagen: Pixabay

Pese a su inseguridad, Anamar se enfiló de forma muy decidida hacia el despacho del director de la sucursal bancaria que había ubicada en una céntrica calle de Castellón. Había pensado mucho en ello, jamás en la vida imaginó que pudiera llegar a tal extremo, pero sabía, porque lo recordaba gracias a su prodigiosa memoria, que Genaro Álvarez Peladilla, el mismísimo director del banco, era el culpable de toda la mierda de vida que había tenido hasta ese momento. Él le debía mucho.

Aporreó la puerta con los nudillos de sus dedos pequeños. Cuando le dieron permiso para entrar, lo hizo deslizando su delgado cuerpo como una pequeña culebra. Al entrar, miró directamente a los ojos del banquero. Por primera vez en mucho tiempo se sintió segura, y no apartó la vista de él. Genaro no la reconoció. Le pareció una chica muy guapa, siempre le habían gustado las mujeres morenas. Le ofreció su mejor sonrisa, y antes de preguntar qué era lo que la chica necesitaba, escudriñó el cuerpo de la joven buscando esa parte de la mujer que más le gustaba: el trasero.

Genaro se levantó de forma muy cortés y le tendió la mano. Después de presentarse le ofreció la bonita butaca de piel para que ella pudiera sentarse.

            —Tú dirás… —dijo el director.

          —¿Por qué se ha dado el gusto de tutearme? No me parece nada correcto —dijo ella seriamente.

            —Pensé que como en apariencia tenemos la misma edad, que no le iba a importar.

            Y tanto que tenían los mismos años. Ella lo conocía muy bien. Él no la recordaba.

            —Bueno, y aunque así sea, eso no es lo que me ha traído hasta aquí.

         —Entonces usted dirá, señorita… —no terminó la frase para que ella pudiera presentarse de forma correcta.

            —Anamar Jiménez Giménez; la primera con jota, la segunda con ge.

            —¿La Tornillos? —Preguntó sorprendido. Se dio cuenta del feo error, e intentó disculparse— Perdón, Anamar. ¡Cuánto tiempo, estás genial!

Lo dijo con sinceridad, la chica ya no era aquella pequeñaja con coletas ni los dientes apuntalados con hierros; de ahí el mote. A ella le jodía mucho que la llamasen así. El colegio fue un infierno por culpa de ese capullo engreído, engominado, que tenía frente sus narices. Había empezado a sentir tanta rabia, que quiso adelantar la faena. Al final se contuvo.

                 —Necesito un favor, Genaro.

        —Mientras no sea un crédito, tú dirás —sonrió como un verdadero gilipollas. La cuestión es que lo era.

                 —No es nada de eso — añadió ella levantándose.

Anamar se acercó hasta la puerta. Echó el cerrojo. Después se dirigió hasta Genaro y se sentó en su regazo. Acercó la boca al oído; lo que le dijo alegró cierta parte del hombre. Ella lo notó: «Es algo mucho más húmedo». Le desabrochó la corbata, y aprovechó para despasarle un par de botones; le besuqueó el cuello de tal manera que sintió bramar la bestia que guardaba dentro. «¡Shhhh!», ella intentó apaciguarlo con un siseo.

            —Cierra los ojos —le ordenó ella.

Genaro obedeció. Lo que no sabía es que jamás iba a volver abrirlos. Anamar aprovechó el momento. Cogió el abrecartas de plata que había sobre la mesa, y le rebanó la garganta con mucha precisión. Ni ella misma se lo creía. El banquero intentó gritar, pero no tenía cuerdas bocales para pronunciar palabra; el tajo las había cortado. En su lugar había un enorme boquete, del cual la sangre no paraba de salir. Con cada intento de pedir socorro, el hombre se desangraba más y más. Ella permanecía allí, distante del cuerpo que había empezado a perder la vida. Sonriente, extrañada a la vez por la sensación de bienestar que sentía ver a Genaro así, como un cochinillo en el día de San Martín. Antes de que muriera, se sentó en la butaca, frente a él. No dijo nada más. Se quedó allí sonriendo, esperando a la policía, mientras recordaba a la vieja Tornillos llorando en los rincones del colegio, creando su propio monstruo que jamás le dejaría ser feliz. Por fin le había echado valor. Había terminado con aquello que más temía. A partir de ese momento intuía que todo iba a ser diferente.

Sucedió en mí

Imagen: Pixabay

Siempre que te imagino desnuda, tu cuerpo me recuerda a cada minuto de la Feria de Albacete. Con la misma inquietud de un visitante que desconoce los tres anillos y necesita adentrarse en ellos, uno a uno; despacio, sin prisa y con gusto, todo sea dicho. Con el peculiar erotismo de la manchega, con sus encajes en blanco y negro que incendian, aún más si cabe, el veranillo de San Miguel, para zozobrar al amante.

Siempre que pienso en tu desnudez y la pleita de tu moño, me convierto en peregrino de la Virgen de los Llanos; tal vez, con la única deshonra de alejarme casi acariciando el diecisiete de septiembre, a las colinas que llevan tu nombre. Y allí, con el consuelo de vislumbrar tu sonrisa tras la enorme Puerta de Hierro, sé que no sólo aliviaré cada una de mis tormentas. Para ser sincero, en las ferias también se llora; albergaré la esperanza de que, llegar hasta tus labios, pese al último día, me supondrá un regalo poder acariciarte; como el sueño que permanece en mí, de dos enamorados, primerizos, sentados frente al templete, con todo el amor del mundo. Con el anhelo de permanecer doscientas cuarenta y cinco horas, ininterrumpidas, abrazados.

Al final, la verdad será tan triste, como un único culo pegado a un banco, una solitaria cerveza en la mano, y la desvergüenza de una utopía viendo cómo bailas una manchega, siempre desde la seguridad de la distancia.

@XaviviGarcía

 

La indecisión del domingo

Imagen: JVico

Los domingos me recuerdan que la inmortalidad no existe, que sólo somos carne batida por el tiempo; que los sueños, esponjosos, no son más que el combustible que te hace pasar las hojas del calendario. Que el amor, desterrado a veces a la monocromía, no es más que la colección perdida de unas caricias que ya no recuerdan las curvas del deseo; que los besos, los que nunca nacen y quedan en las comisuras de los labios de uno mismo, son la lección importante del temario que suspendes por no haber hecho los deberes correctamente. Y, a pesar de todo, el último día de la semana, no es más que ese punto de partida que, nuevamente, indeciso, duda en si seguir o restar. En cualquier caso, jamás dejes la decisión de un lamento en lo hondo de una copa.