Mi pasión está entre las letras, en solitario y con sentimiento en bicromía.
Siempre que me preguntan si tengo familia, digo que soy madre soltera luciendo una sonrisa de oreja a oreja. Cuando digo que tengo cinco bichejos emancipados y viviendo en un acuario, se extrañan y me preguntan si son biólogos marinos. Al negarlo y decirles que simplemente son cinco hermosos calamares, se quedan asombrados. Es habitual que me pregunten si estoy de broma. Jamás me tomaría a guasa los temas relacionados con mis hijos. Es más, cuando frunzo el ceño y hago notar mi seriedad, la gente se ofende y me dejan con la palabra en la boca, como si estuviera loca. Y no es verdad, no estoy mal de la cabeza. La cuestión es más sencilla, aunque haya personas que no logren entenderlo. Por algún motivo bastante desconocido, algún calamar que tomé años atrás, engendró nueva vida en mí. Para la mayoría, el hecho de pensar en ello, supone una aberración. Yo simplemente lo tomé conforme vino, soy muy feliz con ello. El que no tuvo la felicidad de sentirse amado, nunca podrá ofrecer a sus hijos el amor que no tuvo.
Mis calamarcitos, ni fuman, ni beben, ni se drogan. Se comportan de manera muy educada. Nunca se atrevieron a levantarme la voz, y por ese motivo me siento muy orgullosa de ellos. Ahora tomo mis precauciones, ya no hago nada a pelo. Siempre hiervo a conciencia cualquier alimento antes de ingerirlo. No está la vida como para tener más hijos.
Entre el pecho y la bragueta a cualquier cosa le llaman «amor».
Todo ocurrió en una de esas temporadas en las que crees que alguien te ha echado mal de ojo. Nada me salía bien. Me despidieron del trabajo, mi mujer me dejó por otro hombre, y para colmo de los males, mi madre cayó muy enferma por culpa de un cáncer de pulmón. Todo un puñetero pack gratuito de desgracias.
Al poco tiempo de enterarnos de la enfermedad de mi madre, la ingresaron de urgencia en el Hospital Provincial de Castellón, para tratar el temido tumor que se le había propagado por todo el cuerpo. Las palabras del Dr. Quijano, el responsable de oncología del centro, no fueron muy esperanzadoras. Cada uno de los mensajes pesimistas que salían por su boca, se convertían en auténticos escupitajos cargados de dolor e impotencia disparados a bocajarro contra mi corazón.
Toda esa tragedia ocurrió en el verano más bochornoso que jamás he vivido. Recuerdo a mamá abanicándose, a pesar de su estado, luciendo en su cara esa simpatía andaluza que corría por sus venas: «Coge dinero de mi monedero y ve a tomarte algo fresco, Manuel», me dijo una noche al verme sofocado frente al cristal de la ventana, con los botones de la camisa despasados por culpa del sudor y la mirada perdida en la calle, pensando en la miserable vida que me había tocado vivir. Lo hubiera dado todo por cambiarme con ella. No se merecía esa cruel enfermedad que se la estaba llevando a marcha forzada.
Le hice caso, pero no cogí el dinero de su bolso. Me acerqué hasta ella y le di un beso en la frente: «Ahora vuelvo enseguida, mamá», le dije muy despacio para que pudiera conciliar el sueño. Antes de salir por la puerta volvió a llamarme.
—¡Manuel!
Me giré para verla y noté en su cara la expresión más tierna que jamás le había visto.
—Dime, mamá.
—¡Te quiero, hijo! —me dijo sonriendo, con sus ojos convertidos en dos luceros brillantes.
Le respondí con mi mejor sonrisa, esa que suele dar las gracias sin decir ni una palabra. Cerré la puerta despacio y salí a buscar un refresco.
Lo recuerdo a la perfección, eran casi las once de la noche cuando me dirigía por el pasillo del hospital hacia una de las máquinas expendedoras de bebida. Me topé con un par de enfermeras que caminaban despacio, mucho más lento de lo normal. Pero eso no fue lo que me extrañó de ellas, sino que lo hacían sin dirigirse la palabra, en una sepulcral procesión. Sus piernas se movían al compás del segundero que pendía sobre la puerta de la salida: «tic, tac, tic, tac», pude escuchar el movimiento de las agujas. Cuando pasé por su lado las saludé, pero ellas no respondieron. Ni siquiera me miraron, tan sólo siguieron con la vista puesta en el frente, intentando llegar a su destino sin que nada ni nadie las entretuviera. Su indumentaria también me resultó curiosa, pues era la primera vez que veía a dos enfermeras lucir una especie de gorrito en la cabeza con una cruz roja dibujada, algo muy vetusto y extraño.
No le di más importancia, me senté en uno de los bancos del diminuto parque interior de la clínica. Fumaba un cigarro a la vez que daba pequeños sorbos a lata de refresco de cola que me compré. Entre calada y trago empecé a martirizarme por toda mi situación personal. Intenté convencerme de que yo no era el responsable de mi mala suerte, pero en realidad no era así; tenía parte de culpa como ser humano que exhalaba vida entre respiro y respiro.
Me sentó bien el refrigerio y apagué con fuerza la diminuta punta del cigarro en un cenicero. Eché de mis pulmones la última calada y decidí regresar.
Antes de llegar a la habitación volví a ver a lo lejos a esas dos enfermeras antipáticas, pero pronto advertí que no iban solas. Una mujer mayor las acompañaba. Iba entre las dos sanitarias, flanqueada por el silencio y la seriedad. No tardé en comprobar que la anciana se trataba de mi madre. Me pareció muy raro que a esa hora la sacaran de su habitación, pues en realidad estaba débil para hacerlo. No pude evitarlo, grité desde la distancia:
—¡Mamá!
Ella se detuvo. Se dio la vuelta para saludarme y me dijo adiós con la mano. Una de las sanitarias tiró de su brazo para que reanudara la marcha. Luego recibí por parte de esa misma mujer un reproche; puso su dedo índice sobre sus labios y escuché un desagradable siseo: «¡Shhh!», me mandó callar. Después retomaron el paso y se dirigieron hacia el final del pasillo.
Aquello no me pareció normal. Corrí hasta ellas, pero poco antes de darles alcance vi algo que me impactó: mamá y aquellas dos extrañas desaparecieron a través de la pared del fondo.
Volví a correr, pero cuando llegué no pude hacer más que tocar el duro y frío tabique. Allí no había nadie, era imposible que nada pudiera atravesar el muro. No me moví del lugar durante unos minutos. Creí que tal vez había sido una cruel recreación de mi cabeza, pues llevaba demasiado cansancio acumulado.
Le quité importancia y regresé a la habitación. Antes de abrir la puerta sentí un ligero escalofrío recorrer por mi cuerpo. Cuando entré y vi a mi madre yaciendo sobre la cama lo comprendí todo. Su cuerpo ya no respiraba. Su cara pereció con la misma sonrisa que me regaló minutos antes. Cerré sus ojos para abrir el luto en los míos. Mis lágrimas y un último beso que le di en la frente fueron su único equipaje para cruzar al otro lado. No le ganó la jugada al cáncer, pero al fin pudo descansar, se lo merecía.
Desde entonces, cada vez que alguien pide silencio presto atención a todo lo que me rodea. El mutismo huele a muerte y yo intentaré escapar de ella. Aunque cien tuertos me hayan mirado, vivir merece la pena.
Desperté en el mismísimo infierno, con la horrible sensación de no poder respirar; intenté llenar los pulmones con aire fresco. ¡Qué ingenuo ahora que lo recuerdo! Lo único que logré inhalar fue la muerte, perfumada con el azufre de todas aquellas almas endemoniadas que desfilaban una tras otra entre las llamas, afligidas por el duro calor, entre penosos cánticos al verse perdidas en aquel maldito lugar. Intenté aflojarme la corbata, y entonces fue cuando descubrí que mi cuerpo ya no era mío; de hecho no tenía torso, ni brazos, ni piernas, ni pies… simplemente era un trozo de carne podrida, que a duras penas se mantenía erguido. En ese momento lloré, las lágrimas se convirtieron en ácido, quemaba a su paso lo poco que quedaba de mi rostro, sin compasión; si estaba muerto, el dolor decía lo contrario, era insoportable. Una de aquellas tétricas almas abandonó el desfile y vino hacia mí. Destacaba de las demás por su enorme estatura. Con cada paso, el hedor a putrefacto se hacía más insoportable, supongo que si no vomité fue porque tampoco tenía estómago para hacerlo. Tras escuchar su voz empecé a comprenderlo todo.
—Te sobró la última copa…
—¿Dónde estoy? —pregunté sollozando.
Al ente mis preguntas le parecieron absurdas, lo demostró riéndose a gusto, con tanta malicia que en su cara se dibujaron dos ojos de fuego.
—Estás donde debes. Siempre dijiste en vida que te gustaría terminar en el infierno. Ahora que estás aquí no se te ve especialmente contento —volvió a reír. Lo hizo de una forma tan exagerada que el resto de almas miraron hacia nosotros. Ellas hicieron lo mismo, las miles de risas caldearon aún más las llamas del infierno.
—¡No entiendo nada! —dije desesperado— Recuerdo estar sentado frente la barra de un bar de carretera, maldiciendo mi vida, y…
El demonio soltó una carcajada. Parecía conocer la historia, disfrutaba con cada segundo de mi agonía.
—Sigue, parece que vas recordando —me sugirió.
—Entonces entró ella, la mujer más exótica y extraña que he conocido. Me pareció raro que se enfilara directamente hacia mí. Recuerdo que me quitó la bebida, y me susurró al oído que ya había bebido bastante. Después simplemente se marchó de allí, salió del garito con la copa en la mano.
—Malditos ángeles —me pareció escucharle decir, en lo que fue un leve susurro. Me pidió que no detuviese el relato.
—Nunca he sabido aceptar los buenos consejos, pero esa mujer me transmitió confianza. Así que saqué la cartera para pagar y regresar al motel en el que me había hospedado para aquel viaje de negocios. Sí, eso, fue un billete de los pequeños, pero entonces apareció él.
—Un tío apuesto e interesante, supongo —añadió el demonio con sorna.
—Exacto, y pidió dos copas más; una para él y otra para mí. Conocía mis gustos, a esas horas de la noche fue inevitable rechazar el Jack Daniel’s. ¡Espera un momento! Su risa…la tuya; ¿fuiste tú, maldito?
Incluso allí en el infierno, para los malos espíritus el tiempo era muy valioso, pareció alegrarse de que al fin se diera cuenta de la jugarreta.
—Gracias por el piropo —añadió una vez más con un tono jocoso—. Ten en cuenta que te ayudé, y no me has dado las gracias —volvió a reír una vez más.
Jamás en la vida había sido un hombre llorón, pero en ese momento volví a sentir quemazón en mi cara. Si ese había sido mi final, me pareció absurdo morir por una copa. Me sentí confuso.
—¿Cómo terminó todo para acabar aquí? ¡Me es imposible recordar el final!
—El alcohol y el volante, es una buena ecuación para llegar aquí. Nos resulta tremendamente sencillo embaucar a los alcohólicos con penas, el infierno está plagado de ellos.
No quise resignarme, así que rebatí.
—Nunca he sido mala persona. Me parece ridículo acabar aquí por un simple accidente de tráfico. ¿Acaso no tengo derecho a un juicio?
—No fue tan sencillo. Además, por lo que me has contado un ángel intentó ayudarte, y tú solo te condenaste.
—¡Bastante tuviste que ver tú!
Le resultó graciosa la acusación. Quiso terminar de una vez la conversación, tenía demasiado trabajo allí abajo.
—Sí, mi ayuda sirvió, pero fue mucho peor la inocente vida que te llevaste por delante. El cuerpo de aquel niño de seis años que terminó entre las ruedas de tu coche, llorando y pidiendo la ayuda de su mamá, fue en realidad tu condena.
No recordaba ese final porque no vi al chiquillo, pero tras esa declaración, si es verdad que me vino a la cabeza los gritos de angustia de una madre que veía como su hijo jamás volvería a estar entre sus brazos. Justo en ese momento fue cuando acepté mi penitencia, era imperdonable todo lo sucedido. Me sentí muy sucio. Mis penas acabaron por destrozar a una familia que nada tenía que ver conmigo.
—¿Y ahora qué? —pregunté humillado.
Me hizo una indicación con su aura de fuego.
—Ponte en la cola, aquí en el infierno tampoco nos libramos de ella —volvió a reír por última vez, mientras regresaba a su puesto.
Respiré por última vez lo que fue la sensación de libertad. Miré hacia arriba, esperando encontrarme con el claro del cielo. ¡Una vez más fui un tonto! No habían nubes, ni estrellas; el fuego se extendía por todas partes de aquel lugar. Empecé a andar, tras cada paso fui perdiendo todo lo que me quedaba de humano: mi cuerpo terminó por descomponerse. Cuando llegué al sitio, me convertí en una figura de fuego, pudiente y podrida como el resto. No fue el fin, sino el principio de una eterna agonía que tenida merecida por un último trago que jamás debí haber dado.
—Cuénteme, señor Morrison. ¿Podría identificar a la ladrona?
—Es sencillo, inspector. Me es imposible olvidar esos tacones, que con paso ligero, me llevaron a tocar el cielo; allí me robó el corazón
Allí estaba yo, esperando en la esquina de la Calle Maestro Caballero, frente al viejo autocine Oasis, ahora reconvertido en el centro de belleza Shin Xiun, el más grande de la ciudad; estos malditos chinos hacen copia de todo. Lo único que tenía claro era que la voz que me había citado allí mismo, era de una mujer joven. Cuando conversé con ella, me resultó tan agradable y excitante, que no tardé en anotar en mi agenda los detalles para la reunión, y aunque en un principio todo me pareció extraño, decidí descubrir qué había tras aquella llamada misteriosa. Bueno, soy muy curioso, y las citas a ciegas me ponen. Era tarde y no había cenado, aunque es cierto que poco antes intenté saciar mi sed con dos rubias y una morena de doble malta, soy etílicamente promiscuo. Parecía un paleto allí plantado, un polluelo huido de su nido, con las manos dentro de los bolsillos del pantalón y mirando de un lado a otro intentando descubrir a mi contacto. Me alegró su puntualidad, aunque me puso mucho más contento su aspecto: era morena, sus ojos claros alumbraban más que la luz de la farola de la calle, de bonito físico repleto de curvas; su mirada, simplemente seductora.
—¿El detective Esteban Cortés? —me preguntó.
Tardé unos segundos en responder, más bien porque me pareció una pregunta muy estúpida: «¿Quién coño iba a estar plantado allí a esas horas si no era yo?», pensé. Le di la última calada al cigarro que me acababa de liar, y aunque me dolió en el alma tener que tirarlo casi entero, lo hice por educación.
—Eso es lo que pone en mi tarjeta de visita —le dije de forma muy seca, sin apartar la mirada de sus ojos, en tono serio y haciéndome el interesante. En realidad se me da muy bien hacerlo, siempre me han dicho que soy algo chulo, pero lo llevo metido en los genes—. Tú dirás —le dije esperando una explicación.
—Siento mucho haberle citado…—no pudo terminar la frase, la interrumpí.
—Tutéame, por favor.
Tomó mi petición al pie de la letra, y se acercó a mí, tanto que no pude evitar que el agradable olor de su perfume despertará la pituitaria de mi entrepierna. Demasiado tiempo sin hacer nada…
—Siento haberte citado aquí —corrigió—; me hospedo en aquel hotel —señaló con su dedo índice—, si te apetece, hablamos mejor allí.
Uno, dos, tres segundos tardé en aceptar aquella proposición. No parecía muy profesional por mi parte subir hasta la habitación de un cliente al que todavía no conocía en profundidad, pero qué huevos, estaba cansado de estar de pie y necesitaba echarme algo al estómago; a esas horas todo estaba cerrado. Tardamos nada en llegar a su residencia, y una vez allí, sin que ella me diera permiso, me senté en el sofisticado sofá de piel. Mis posaderas agradecieron la comodidad.
—¿Empezamos, señorita…? —dije.
—Mónica Suller —para mí se llamaba Marilyn, le pegaba mucho más ese nombre; toda una femme fatale.
—¿Y qué necesitas de mí? —me estaba cansando de tanto misterio.
—Busco «El Primer Beso».
Ni me lo pensé. Levanté mi culo del sofá y con destreza me escurrí entre sus brazos. Cuando noté que la tenía bien sujeta por la cintura, acerqué su cara a la mía y la besé; mi lengua persiguió la suya, no tardé en capturarla. Fue un sentido eléctrico, pero muy placentero.
—¿Y bien?¿Te ha gustado para ser el primero? —pregunté con cierta chulería.
Mónica no contestó. Retrocedió un par de pasos y después soltó la bofetada más fuerte que jamás me haya dado una mujer. Luego sonrió, divertida por mi atrevimiento. La verdad, yo no entendía nada de aquello.
—¡Estúpido! Hablo de «El Primer Beso», la obra de William Adolph Bouguereau —dijo de forma alterada— ¡No está! ¡Ha desaparecido! ¡Tiene que encontrar el cuadro!
Ni idea, me encogí de hombros y volví a sentarme en el sofá. La literatura, la pintura… todas esas chorradas no era lo mío.
—¿Y por qué debo hallarlo? —le pregunté con indiferencia; tras la bofetada acababa de dejar mi ego como un colador, y no me interesaba el asunto.
No obtuve respuesta. Se acercó hasta el sofá, se echó encima de mí y me besó de manera muy pasional. Ojalá no lo hubiera hecho nunca, terminar entre sus piernas me costó muy caro. Por eso os cuento esta historia desde aquí, desde la comodidad de mi celda, la número treinta y dos, mientras mi compañero caga frente mis narices y ojea a la vez una vieja Interviú. Todo fue una trampa. Quizá en otro momento os cuente lo que en realidad pasó, pero la culpa de todo no fue el primer beso; a partir del quinto me involucré sin quererlo en la trama.
Hoy tengo el placer de presentar a Rosario Raro, profesora y escritora que está triunfando con su novela “Volver a Canfranc”. Mi historia con ella es un “enredo”. La conocí hace algunos años gracias al señor Google, cuando le pedí información sobre cursos y talleres de escritura creativa en Castellón. No tardó en aparecerme su blog: “Pliegos volantes”; tras encontrar su e-mail e intercambiar unos cuántos correos, me alegré al comprobar que yo no era el único «perro verde» que dedicaba su tiempo de ocio a zambullirse en la escritura. Toparme con ella fue primordial para mi formación en la escritura, no tardó en convertirse en mi gurú personal. Ella fue quién me puso en el camino correcto.
Por suerte. La escritura nos da satisfacciones inenarrables, aunque parezca una contradicción decirlo así. En este momento conozco a tantas personas que escriben que creo que calificaría así a los que no lo hacen, o al menos no reconocen que lo hacen.
Para mí es todo lo contrario a perder el tiempo, es amplificar la vida y sé que para ti también. Y como prueba me remito a tu prolijidad.
Estamos en tierra de escritores, eso es innegable. He observado la trayectoria de muchos porque he tenido la suerte de ser la primera lectora de bastantes textos y sí, la calidad sube, pero esto no tiene que ver con mi intervención sino con la del grupo. Saber de antemano que cuentas con lectores hace escribir de otra forma. Se comienza por algo básico: se deja de lado la escritura de autoconsumo que tendría que quedarse en eso: en ser leída solo por el propio autor o autora.
Cuando escribo algo no me planteo a priori la extensión que va a tener, ni siquiera el género. Hay historias que se resuelven en cinco líneas, otras en cinco páginas y otras, como en este caso, “el del libro al que usted se refiere”, -que diría algún político con uno de sus característicos ambages-, fueron más de 500 páginas, 512 exactamente.
Siempre lo más difícil de escribir es corregir. Ahí es donde nos medimos. No duele tanto cortar y cortar si nos abrimos un archivo que se llame “limbo”, “sobras”, o algo así. Ayuda mucho saber que no irá a la papelera, que se podrá reciclar. Es un consuelo para que el texto que tenemos entre manos mejore porque suele suceder así: cuanto más se tacha más gana. Aquí también se aplica la frase del arquitecto (tan relacionado con algunos personajes de mi novela) Mies van der Rohe: “Menos es más”.
Hasta este momento han salido cuatro ediciones en tapa dura y dos más en Booket. Está a punto de salir la tercera edición en formato de bolsillo. Y se va a publicar en breve la versión en francés ya que una editorial del grupo de comunicación Lagardère Media ha comprado los derechos en esta lengua para todo el mundo. Las negociaciones de la venta de los derechos audiovisuales para que se adapte al cine o a la televisión también están muy avanzadas.
Mi amiga Olivia Ardey me dice que escriba un libro que trate sobre todo lo que me ha ocurrido desde abril de 2015. Tengo material para varios tomos.
Lo que resume este tiempo ha sido sobre todo una sensación de irrealidad: estás en la cena de los Premios Planeta con los escritores a los que has leído siempre, te recoge un chófer para ir a una presentación, no tienes que pagar ningún gasto, detalles así hacen que sea todo bastante literario.
Y entre lo más divertido recuerdo a una persona (humana, también hay personas no humanas como los delfines y algunos grandes simios, así que es correcto lo de “persona humana” ;)) que vino “ex profeso” a la presentación de mi novela en El Corte Inglés de una ciudad muy cercana, tan cercana que estamos ahora mismo en ella, “expresamente” vino, te decía, para contar el final de mi libro. No tenía ninguna intención más. Se pasó todo el rato anterior a su intervención mirando el móvil. Algunos de los presentes aún nos reímos al recordarlo. Fue como si yo entrara a un cine, me colocara delante de la pantalla y me dirigiera al patio de butacas para decirles a todos los espectadores antes de que vieran la película: “A tal personaje lo matan”. ¿A qué lo achaco? Pues a que una vez quiso que yo la ayudara con un libro y claro, no lo hice porque no me puedo hacer la competencia desleal a mí misma. Es decir: trabajar sin cobrar. No cayó en la cuenta de que precisamente me dedico a eso. Me gustó que el ataque fuera por motivos personales (humanos) y no por nada que tuviera que ver con mi novela. Eso sí, hizo un ridículo espantoso. En fin, cosas que nos dan vidilla.
Sí, yo estoy muy satisfecha de esos relatos. Algunos crípticos, otros como tú dices muy poéticos. Son historias que quería compartir. Esa era mi única intención.
Para agradecerte tus palabras te enviaré un par:
este que se titula
Sitjar
se lo quiero dedicar a Ismael Bonet, de la librería Argot.
Antes de nacer asistí a una boda doblemente anfibia. Por un lado, porque yo ya existía buceando junto a mi gemelo en el líquido amniótico que mi madre embalsaba bajo el satén de su vestido de novia; por otro, porque fue el día en que después de la ceremonia el portón de la iglesia se cerró para siempre.
Todo el pueblo iba a ser sumergido en un tanque de 52 hectómetros cúbicos. Durante la celebración ya hubo indicios: adornos florales que incluían algas, el fondo azul de los frescos, las capillas laterales con santos vestidos con escafandras, aves acuáticas que describían círculos bajo el ábside mientras una garza real presidía el enlace.
Hoy mi hermano y yo celebramos otro cumpleaños juntos, buceando sobre aquellas fotografías.
Y
Piraña
Sobre la mesa transparente del centro del salón hay un vórtice que con su lengua de iguana se ha tragado ya varios álbumes de fotos, pilas de periódicos y revistas, la televisión, una biblioteca de varios miles de volúmenes, tres aparatos de música, todas mis películas, discos e incluso las páginas amarillas. En el centro de este espacio despejado, minimalista, reina el dispositivo tecnológico que ha metamorfoseado en aplicaciones todos estos objetos. De tan vacía, la casa se me quedó grande así que adquirí un software menguante y me mudé al vientre de la piraña.
Desde ahí os escribo.
No me quitan el sueño sino que me hacen dormir y soñar mejor. Ahora estoy corrigiendo la novela que la editorial Planeta publicará la próxima primavera. Es, como te decía antes, el trabajo más arduo, pero durante el que surgen los mejores descubrimientos. Sentir cómo van encajando todas las piezas es lo mejor.
Tengo perfil de Facebook y Twitter y hasta ahí. Algunos vivimos las siete vidas del gato simultáneamente —tal vez porque no sepamos hacerlo de otra manera—. En las dos redes sociales incluyo cuestiones librescas. Necesitaría más páginas para mi vida familiar, social, laboral, para los viajes tan necesarios para escribir y las otras aficiones también conocidas como hobbies, además de la literatura, otro espacio web para relatar la intendencia o manera de articular todo lo anterior, y después están las cosas y las casas de la salud y sobre todo el reporte de la existencia más placentera: la que alberga la esperanza en que todo irá a mejor.
Repaso este texto y veo/leo que ya voy por la décima vida enumerada. Lo dicho: en las redes solo libros. Todo lo demás que, por suerte, es mucho: en vivo y en directo.
Una frase de Richard Bach: “Un escritor profesional es un amateur que no se rinde”. Y otra de Agatha Christie: “Hacen falta veinte años para triunfar de un día para otro”.
Creo que la perseverancia es muy importante. La pasión y el cálculo también.
También les recomendaría que leyeran sobre lo que sucede con la semilla del bambú.
Personaje Disney: Él, Walt Disney, con toda esa cuestión de su posible origen en Mojácar y su vida completa. Lo que a todas luces parece un fake, lo de la crionización, lo dejaremos al margen.
Libro favorito: Crónica sentimental en rojo de Francisco González Ledesma. Y unos mil más.
Una canción que siempre te acompañe: Parole, parole (cómo no). Además la versión interpretada por Dalila y Alain Delon (¡).
¿Zapatos o zapatillas?:
Casi siempre estoy descalza. Cuando tengo que salir solo botas o sandalias. No tengo término medio. Los zapatos de persona (humana), estilo salón o similar no están hechos para mí o para mi horma.
Un lugar para escribir: cualquiera. No tengo manías. Eso sí, en soledad y sin ruidos, para eso tengo que madrugar (bastante).
¿Dulce o salado?
Salado. Ese sabor se parece más a la vida.
Muchas gracias por dedicarnos tu tiempo. Siempre es un placer hablar contigo.
Gracias a ti, por ser infatigable. Nuestra historia virtual, pero muy real, es todo un ejemplo de cómo suceden las cosas en este siglo XXI que habitamos. Por ti mismo ilustras todo lo que he respondido en esta entrevista. Ojalá que veamos también una serie basada en Siroco, ese viento del sudeste que además es novela y tuya.
Al fin fuimos viento, libre de todo; solos ella y yo ante la inmensidad de la ciudad del amor y la libertad, París. Teníamos tanto para darnos, ilusión, cariño, sinceridad… A pesar del camino, gravado de incordios y miedos, no resultó difícil llegar hasta allí. Fue la complicidad de dos corazones equipados con alas, con muchas ganas de anidar lejos, lo más posible, para que todos los pésimos recuerdos quedasen muy atrás. Esa siempre fue la intención, olvidar, marchar de nuestra tierra en la que dejábamos raíces ancladas en un pasado que se negaban a evolucionar, con un presente lleno de sangre, sudor y lágrimas. Porque esa es la única verdad de las guerras, destellos de odio y rabia. Nosotros supimos huir a tiempo de ello. Quizá ella más que yo, porque a los meses de afincarnos en Francia, y ante la belleza de esa gigantesca torre a la que no solo aman los franceses, se armó de valor y me lo dijo: «Se llama Pierre…»; y lloré, tanto que mis brazos se escurrieron de su cuerpo como si estuviesen embadurnados con la mantequilla de un delicioso croissant. Eso fue lo que más me dolió, que ese mismo viento que nos había acercado la libertad, ahora la alejaba de mí con cierto acento y encanto francés.
Debo contarlo. Lo hago por escrito para que esta historia perdure más allá de las palabras y los recuerdos. Lo que relato no son simples memorias de un soldado. Se trata de algo diferente: el amor. De niño siempre me fascinó ver a los pájaros volar, por eso cuando entré en el ejército me enrolé en la aviación.
En plena Guerra Civil fui destinado a la Costa de Azahar. Mi misión era frenar el avance de los Nacionales, que pretendían llegar a Valencia. En Villa Victoria empezó todo, en una noche en la que los soldados curábamos nuestra soledad con el alcohol. Terminé mi segunda copa de orujo, cuando la vi. Me enamoré a primera vista, y juro que que es verdad, no fue el capricho de un borracho que quiso llevársela a la cama. Me acerqué hasta ella, le pregunté por su nombre: «Amparo», dijo mientras su sonrisa fundió mi ser. Bailamos, y antes de que mis labios se hubieran atrevido a robarle un beso, me vi sentado en mi avión. Una vez en el aire, un disparo me alcanzó. La cabina se llenó de humo. Sin poder remediarlo, choqué con violencia contra unos naranjos. Fue un milagro, sobreviví, pero perdí una de mis piernas. Mucho tiempo después regresé a Villa Victoria, tal vez con la esperanza de encontrar a esa mujer que me enamoró. La fortuna volvió a sonreírme. Amparo vino hasta mí. Me agarró, aunque yo no quise. Sonó la música, y entonces tres piernas bailaron. Desde ese momento ella se convirtió en la única prótesis que me hizo falta. Hasta ayer fuimos felices, hoy he vuelto a sentir la cojera, aunque nunca perderé de mi memoria su sonrisa.