Desidia

 

Mambrú, sentado en el suelo polvoriento, con la cabeza entre las rodillas, escuchó el estruendo de varios motores de vehículos pesados. Al cabo de unos segundos, sintió cómo se paraban frente a él. Por un momento se detuvo el ruido. Él no miró, pero supuso que el sonido de unas botas arrastradas por la arena, se dirigían hacia su posición. Entre el silencio y la inestable calma del Sáhara, llegó a su nariz un agradable olor.

—Hola —escuchó la dulce voz de una mujer. Al final, se atrevió a mirarla. Era joven, pelirroja, con una sonrisa inacabable; al zagal le gustó, pero no pudo reír. Demasiada pólvora y sangre habían marcado sus párpados.

—¿Te apetece comer? ¿Quieres agua? —preguntó ella; vestía un peto blanco con una cruz roja bordada.

Mambrú negó con la cabeza. Después, se encogió de hombros.

—¿Por qué no quieres alimentarte? —inquirió de nuevo la joven preocupada.

Hubo un rato de silencio. Después, el niño, se abalanzó sobre los brazos de la pelirroja y, sollozando, le respondió: «Ni la comida ni el agua quitan el miedo». El calor del abrazo se tornó infinito, hasta que un profundo suspiro le hizo sentirse saciado de verdad.

 

La Tornillos

Imagen: Pixabay

Pese a su inseguridad, Anamar se enfiló de forma muy decidida hacia el despacho del director de la sucursal bancaria que había ubicada en una céntrica calle de Castellón. Había pensado mucho en ello, jamás en la vida imaginó que pudiera llegar a tal extremo, pero sabía, porque lo recordaba gracias a su prodigiosa memoria, que Genaro Álvarez Peladilla, el mismísimo director del banco, era el culpable de toda la mierda de vida que había tenido hasta ese momento. Él le debía mucho.

Aporreó la puerta con los nudillos de sus dedos pequeños. Cuando le dieron permiso para entrar, lo hizo deslizando su delgado cuerpo como una pequeña culebra. Al entrar, miró directamente a los ojos del banquero. Por primera vez en mucho tiempo se sintió segura, y no apartó la vista de él. Genaro no la reconoció. Le pareció una chica muy guapa, siempre le habían gustado las mujeres morenas. Le ofreció su mejor sonrisa, y antes de preguntar qué era lo que la chica necesitaba, escudriñó el cuerpo de la joven buscando esa parte de la mujer que más le gustaba: el trasero.

Genaro se levantó de forma muy cortés y le tendió la mano. Después de presentarse le ofreció la bonita butaca de piel para que ella pudiera sentarse.

            —Tú dirás… —dijo el director.

          —¿Por qué se ha dado el gusto de tutearme? No me parece nada correcto —dijo ella seriamente.

            —Pensé que como en apariencia tenemos la misma edad, que no le iba a importar.

            Y tanto que tenían los mismos años. Ella lo conocía muy bien. Él no la recordaba.

            —Bueno, y aunque así sea, eso no es lo que me ha traído hasta aquí.

         —Entonces usted dirá, señorita… —no terminó la frase para que ella pudiera presentarse de forma correcta.

            —Anamar Jiménez Giménez; la primera con jota, la segunda con ge.

            —¿La Tornillos? —Preguntó sorprendido. Se dio cuenta del feo error, e intentó disculparse— Perdón, Anamar. ¡Cuánto tiempo, estás genial!

Lo dijo con sinceridad, la chica ya no era aquella pequeñaja con coletas ni los dientes apuntalados con hierros; de ahí el mote. A ella le jodía mucho que la llamasen así. El colegio fue un infierno por culpa de ese capullo engreído, engominado, que tenía frente sus narices. Había empezado a sentir tanta rabia, que quiso adelantar la faena. Al final se contuvo.

                 —Necesito un favor, Genaro.

        —Mientras no sea un crédito, tú dirás —sonrió como un verdadero gilipollas. La cuestión es que lo era.

                 —No es nada de eso — añadió ella levantándose.

Anamar se acercó hasta la puerta. Echó el cerrojo. Después se dirigió hasta Genaro y se sentó en su regazo. Acercó la boca al oído; lo que le dijo alegró cierta parte del hombre. Ella lo notó: «Es algo mucho más húmedo». Le desabrochó la corbata, y aprovechó para despasarle un par de botones; le besuqueó el cuello de tal manera que sintió bramar la bestia que guardaba dentro. «¡Shhhh!», ella intentó apaciguarlo con un siseo.

            —Cierra los ojos —le ordenó ella.

Genaro obedeció. Lo que no sabía es que jamás iba a volver abrirlos. Anamar aprovechó el momento. Cogió el abrecartas de plata que había sobre la mesa, y le rebanó la garganta con mucha precisión. Ni ella misma se lo creía. El banquero intentó gritar, pero no tenía cuerdas bocales para pronunciar palabra; el tajo las había cortado. En su lugar había un enorme boquete, del cual la sangre no paraba de salir. Con cada intento de pedir socorro, el hombre se desangraba más y más. Ella permanecía allí, distante del cuerpo que había empezado a perder la vida. Sonriente, extrañada a la vez por la sensación de bienestar que sentía ver a Genaro así, como un cochinillo en el día de San Martín. Antes de que muriera, se sentó en la butaca, frente a él. No dijo nada más. Se quedó allí sonriendo, esperando a la policía, mientras recordaba a la vieja Tornillos llorando en los rincones del colegio, creando su propio monstruo que jamás le dejaría ser feliz. Por fin le había echado valor. Había terminado con aquello que más temía. A partir de ese momento intuía que todo iba a ser diferente.

Sucedió en mí

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Siempre que te imagino desnuda, tu cuerpo me recuerda a cada minuto de la Feria de Albacete. Con la misma inquietud de un visitante que desconoce los tres anillos y necesita adentrarse en ellos, uno a uno; despacio, sin prisa y con gusto, todo sea dicho. Con el peculiar erotismo de la manchega, con sus encajes en blanco y negro que incendian, aún más si cabe, el veranillo de San Miguel, para zozobrar al amante.

Siempre que pienso en tu desnudez y la pleita de tu moño, me convierto en peregrino de la Virgen de los Llanos; tal vez, con la única deshonra de alejarme casi acariciando el diecisiete de septiembre, a las colinas que llevan tu nombre. Y allí, con el consuelo de vislumbrar tu sonrisa tras la enorme Puerta de Hierro, sé que no sólo aliviaré cada una de mis tormentas. Para ser sincero, en las ferias también se llora; albergaré la esperanza de que, llegar hasta tus labios, pese al último día, me supondrá un regalo poder acariciarte; como el sueño que permanece en mí, de dos enamorados, primerizos, sentados frente al templete, con todo el amor del mundo. Con el anhelo de permanecer doscientas cuarenta y cinco horas, ininterrumpidas, abrazados.

Al final, la verdad será tan triste, como un único culo pegado a un banco, una solitaria cerveza en la mano, y la desvergüenza de una utopía viendo cómo bailas una manchega, siempre desde la seguridad de la distancia.

@XaviviGarcía

 

La soledad de la amapola

Imagen: @XaviviGarcía

Que le pregunten a la amapola sobre la soledad, y ella empatizará con el peregrino. De los berrinches veraniegos en la senda, con el calor resbalando por la espalda, o el frío del invierno trepando por los huesos quejicosos del reumático. Qué cosas tiene la polaridad. Que le pregunten por sus adversidades, de cómo puede destacar su bermellón en las laderas más mediocres; esas cunetas que vieron más de lo que uno jamás querría ver. Que le pregunten por todas aquellas canciones y promesas que escuchó de los enamorados. La sinceridad de los besos siempre suele diluirse en una realidad punzante e hiriente… si no, no sería amor. De las maldiciones al cielo que, desdichados, con lágrimas en los ojos, le confesaban sentados a su lado, clamando a un dios que ni está ni se le espera. Y ella, la amapola, a pesar de la belleza de sus pétalos y la contrariedad de su tallo doblado por los bocados de la vida, escuchará y susurrará al viento, clamando por ti y en soledad, una balada muy próxima a su extinción. 

@XaviviGarcía

Regurgitar

Imagen: @XaviviGarcía

Los domingos no suelo escribir. Soy más de vomitar letras. Las mismas que durante la semana quedaron alojadas en la boca del estómago, sin digerir. Un adiós, un hasta luego o, quizá, un te quiero mal aliñado que espera el momento justo, como la última bala en la recámara, para salir… Ya no sé si para salvar o ajusticiar ese monólogo interno que se repite como un mal alioli de supermercado. Y, al final, el gris de un inicio dominical, da apertura al exilio de mis males, sin la pertinente confesión parroquial, pero con todas esas letras que escribí y ahora desdigo con ellas esparcidas por el suelo. Siendo justos, con la fregona en la mano y el hedor del daño que me hicieron por su mala conjugación, sonrío tras la última lágrima regurgitada . En cualquier caso, fui, soy y seré ese despoema sin sentido y en bicromía. No está mal.

 

Un anónimo – Desde la distancia (III)

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Ayer te vi. Sí, una vez más; desde la seguridad de la distancia. Tú no me viste, pero sé que sentiste la chispa, esa extrañeza que tantas otras veces sentimos los dos. Te vi: de pie, con el teléfono en la mano, mientras pactabas alguna promesa. Pero no a mí. Esta vez no. ¡Joder! ¡Qué preciosa estabas! Yo, sin embargo, parecía un extraño desde la acera de enfrente. Quieto. Impasible. Tan sólo quería verte y que tú no me vieras, como ese fantasma que me he convertido con cada una de mis letras perdidas. Como tú. Como nosotros en un adverbio mal conjugado. Ayer te vi. Y, a pesar de todo, aún te tengo en mi mirada.

@XaviviGarcía

Crónicas del Rey de Copas

Viernes, 21 de diciembre de 2018.

Imagen: Pixabay

08:00 horas de la mañana; faltan 12 para la cena.

Mal augurio. La cafetera no funciona, me he quedado sin mi dosis de cafeína y hoy la necesito más que nunca. Se presenta un día más largo que el último videoclip de Leticia Sabater. ¡Esta noche hay cena de empresa!

12:00 horas de la mañana; el descansito.

Estoy petao. Aún no han reparado la máquina de café, y me cuesta tanto abrir los ojos, que sin darme cuenta me he tropezado con el jodido y austero árbol de Navidad que Puri, la de Recursos Humanos, pone todos los años en el pasillo para que el mundo entero sepa que la cosa no va bien y no hay dinero ni para bolas —si pusiera todas las que se ha tragado para llegar a su puesto, seguramente ganaríamos el premio al pueblo más bonito de Ferrero Rocher—. Este año tampoco ha habido aguinaldo, lo achacan a esa maldita flecha de un gráfico Excel  —bastante cutre, todo sea dicho— que apunta hacia abajo. He decidido echar mano a la petaca de coñac  para contagiarme del bonito espíritu navideño de esta oficina: glup, glup, glup, glup… —cara de chino chupando un limón— ha sido un trago más largo de la cuenta.

14:00 horas de la tarde; fin de la jornada.

Como es habitual en estas fechas, hoy hemos terminado de trabajar a las dos. Es algo que se inventó el cretino de Juan para jugar a la chorrada esa del amigo invisible. Se ha convertido en un clásico ver quién hace el regalo más horrible de todos. A alguien muy borde se le ha ocurrido este año regalar a Teresa —la pechotes de la oficina— un balón de playa de esos que regala cierta compañía fabricante de mayonesa. El mío ha sido tan invisible que ni se ha presentado: ¡Me cago en sus muelas!

20:00 horas de la tarde; la previa.

En el bar de abajo. Nada destacable. He rezado media docena a San Miguel; también he rogado por mi mujer, para que sea piadosa conmigo al día siguiente.

He vuelto a orar una última vez por ella.

21:30 horas de la noche; el banquete.

Esta vez he tenido suerte, demasiada. Los últimos años siempre se acoplaba a mi lado el pesado de Federico. No es que sea mal tío, pero detesto el  vicio que tiene de ir al baño cada dos por tres para esnifarse lo que él llama a voces «La Navidad»; no es muy listo que digamos.  Me he sentado al lado Teresa. Tras la última copa no he podido aguantarme, he reído como un poseso al recordar el balón de playa. Vino abundante, menú decente, y precio, a esas alturas, aceptable.

00:00 nuevo día; el Rey de Copas.

Tras la cena y en la barra del mítico Cantonet, he perdido la cuenta de los gintonics. Alguien me bautiza como «El Rey de Copas»; ahora sí, la cartera me dice que la noche está saliendo algo carilla; decido cantar al karaoke por eso de no echarme a llorar.

01:00 horas de la madrugada;  una más, Justino.

Ni de coña. Tras un par de canciones ya no me dejan cantar. La rubia —la misma que creía que me estaba haciendo ojitos—  me quita el micrófono y se pide esa de «…y se marchó»; entonces me fui. Acabé en un garito con un rebaño que no era el mío.

02:30 horas de la madrugada; un reggeton.

Me doy cuenta, al mismo tiempo que miro el fondo de mi copa, que Georgie Dann y King África ya no son nadie; yo tampoco lo soy: veo que mi intento de mover el culo es un tanto ridículo y, en un momento de cordura, decido que ya está bien.

05:00 horas; un taxi y a dormir.

El taxista no me entiende. Me ha dejado en la otra punta de la ciudad. Me bajo sin darme cuenta de ello. Yo no vivo allí, pero decido ir andando a casa para que me dé el airecillo. Ufff, me hace falta.

12:00 horas del post-apocalipsis.

Me despierto, pero antes de abrir los ojos veo una serie de “momentazos” que pasan por mi mente a toda prisa: risas mojadas con alcohol, más de la cuenta; siento vergüenza, demasiada. «¡Ojalá que el lunes nunca llegue!», pienso mientras echo mano a la caja de paracetamol, esperando que una de sus dosis cure el dolor de cabeza y limpie mi memoria, jurando no volver a hacerlo más… No me lo creo ni yo.

 

Mermelada

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Hoy he vuelto a sentirme solo, las sábanas sin ti ya no son lo mismo. Porque tu calor desapareció hace mucho tiempo, aunque tu aroma aún perdura en la habitación. Igual es algo psicológico, pero he sentido la necesidad de recordar bastantes de las cosas que hicimos juntos. ¿Por qué? Es sencillo de explicar: simplemente te extraño.

No quiero creer que fuiste una amante sin más, me resisto a pensar que eras la típica sonrisa con fecha de caducidad. Lo nuestro fue especial, y aunque antes de adentrarme en ti ya sabía que no me pertenecías, no pude evitar chafar con los dos pies dentro. El sexo nunca fue complicado, pero sí lo que empecé a sentir tras nuestros bailes en la ciénaga.

¿Que cuál es el mejor recuerdo que tengo tuyo? ¿En serio quieres saberlo? Todo empezó en la cocina.

Me dijiste que te atara el delantal, y lo hice no sin aprovecharme de ello. Mis manos en tu cintura deslizándose hacia abajo. Luego, sentí un ligero manotazo tuyo advirtiéndome: «¡El postre no está listo!». Me obligaste a ponerme ese otro delantal tan ridículo: «¡Olé que arte mi niño!», dijiste mofándote del horroroso diseño andaluz.

¿Luego? Pusiste agua a hervir y me pediste ayuda con la receta. Lo hice más bien de lo que podrías haber imaginado. Colocaste una fresa en tu boca y me invitaste a acercarme. Eso fue sencillo, presioné mis labios contra los tuyos, con la fruta de por medio. ¡Qué placer! Nuestro calor derritió su piel y el jugo invadió nuestro paladar. Mi lengua rebelde se escapó y acarició la tuya. Después de eso quedaron entrelazadas, moviéndose y agitando el azúcar.

Cuando despegué mis labios de los tuyos te pregunté por el nombre de la receta. «¡Mermelada de fresa!», me dijiste.

Desde el mismo día que desapareciste de mi vida odio el sabor de la fresa, y me pongo de peor humor cuando mi abuela insiste en darme la receta. ¡El vello de punta!

 

La maleta de Paca

Apenas habían pasado unas horas desde que su madre yacía tras un frío nicho y se vio en la necesidad de dejar la casa del pueblo completamente organizada, antes de regresar a su rutinaria vida en la capital. Mientras su mujer se encargaba de quitar el polvo a los muebles y empaquetar los objetos de más valor, él, sentado sobre una vieja silla de esparto, quedó mirando las humedades de las paredes. Recordó cómo antaño su viuda madre se encargaba del mantenimiento del hogar. Pese su intención de querer ayudarla en todo momento, ella siempre le quitó la mayoría de incomodidades. A su anciana madre no le hubiera gustado ver la corrosión en las paredes y sintió un impulso irrefrenable de repararlas.

Imagen: Pixabaymagen

Se dirigió al altillo de la casa para buscar herramientas y algo de pintura con la que maquillar los desperfectos. El hecho de entrar por la puerta y ver el perfecto orden que había en el cuarto, le hizo recordar las regañinas  que le daba su madre cuando solía jugar allí de niño. Siempre le dijo que allí guardaba cosas muy valiosas, pero él tan solo vería objetos inútiles llenos de polvo. Ahora, adulto y ante aquella magnífica colección de objetos, se daba cuenta de lo que quería decir su madre: todas aquellas cosas tenían un valor sentimental y servían para rescatar recuerdos del olvido.

Observo que, sobre lo alto de una estantería, había botes que parecían ser de pintura. Se acercó hasta allí y, al intentar coger uno de ellos, hizo caer una vieja maleta a tierra. El impacto provocó una gran nube de polvo que tardó unos segundos en aposentarse. El aspecto antiguo y delicado de la maleta le llamó enseguida la atención. Creyó no haberla visto nunca y eso aumentó su curiosidad por ver el contenido.

Le costó desatar las dos cuerdas que estaban puestas como un seguro extra y, luego, retiró los anclajes para dejar al descubierto el interior. La maleta estaba repleta de cartas. No tardó en extraer un par de ellas y se emocionó al ver que eran escritos de puño y letra de su padre, al que nunca llegó a conocer. El agradable descubrimiento hizo que se olvidara del motivo por el que estaba allí y se sentó en una mecedora con intención de leer alguna de las cartas. Ojeó selectivamente las fechas y encontró una posterior a su nacimiento. Abrió el amarillento sobre y extrajo el papel que empezó a leer con mucha dedicación:

» Mi querida y amada Paca:
Me alegra que no hayas traído al niño en tu visita de hoy, me supone un gran dolor verlo y no poder besarlo. Siento haberme mostrado tan triste y poco receptivo, pero en esta carta te lo explico todo.
Tras estos muros que nos privan de nuestra merecida libertad, tan solo se respira la muerte. Intuyo que apenas me quedan unas horas de vida y te escribo la presente para despedirme de todos vosotros.
Quiere el tan caprichoso destino quitarme la felicidad que venía gozando desde el día que te conocí, y de privarme ver crecer a mi pequeño y tan amado hijo. Me amarga tener que dejar este mundo a sabiendas que el pequeño Gerardito no va a poder disfrutar jamás de su padre. Paca, educa al chaval lo mejor que te sea posible y dale dos enormes besos el próximo 24 de abril, día en el que cumple sus dos primeros añitos de vida. ¡Dios quiera que mi muerte y la de los demás sirvan para que nuestras familias vivan por muchos años!
Hazme un favor, dile a mi madre y hermanos que los llevo con mi mente a la tumba, que siempre los tuve presentes en estos fríos calabozos, que les pido por favor que te echen una mano para sacar al niño adelante.
Y a ti, mi amor, ¿qué te voy a decir? Que te amo y lo haré eternamente donde quiera que esté. Recibe junto mi último abrazo la fotografía que te adjunto en el sobre, la única culpable de mantenerme vivo en estos meses de cautiverio. Tómala y guárdala como si fuera mi corazón.
¡Adiós a todos! ¡Adiós!

Tu esposo, Gerardo.»

Buscó dentro del sobre y encontró una desgastada fotografía en blanco y negro. Le alegró comprobar que se trataba de un típico retrato familiar de la época, en él  aparecía en brazos de sus padres. Empezó a notar cómo la melancolía aplastaba sus lagrimales. Examinó detenidamente la imagen y se dio cuenta de que en la parte posterior había algo escrito.

«A mi mujer Paca e hijo Gerardo. ¡Tened en cuenta que os amo!».

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Sus ojos ya no pudieron aguantar la presión y explotaron en lágrimas. Las cristalinas gotas humedecieron la estampa. Besó el cartón como si se hubiera tratado de los rostros de sus padres y mencionó sus nombres en alto, intentando homenajearlos. Se enorgulleció de ambos, de su padre por haber sido víctima de la represión militar. Y de su madre, por haber logrado conseguir el coraje suficiente para criar a su hijo en suma soledad. No era un hombre de creencias religiosas, pero en ese momento la fe invadió su corazón y creyó oportuno considerar que, al final, sus padres se habían reencontrado en algún lugar. Imaginarlos una vez más juntos, les causó una verdadera alegría.

Se secó las lágrimas con las que había obsequiado la memoria de sus padres y guardó a buen recaudo la vieja fotografía. Echó la carta que acababa de leer dentro de la maleta y la volvió a cerrar. Dejó la misma a la vista para ojear el resto de las cartas más tarde, pues estimó que primero debía arreglar los desperfectos de las paredes de la casa. No quiso que el deterioro se viera reflejado en aquel hogar que, con tanto sacrificio, habían logrado sus padres.

 

El hombre que se cansó de comer espinacas

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Mientras cazaban ranas encontraron a un hombre desaliñado, durmiendo. Despertó sobresaltado y provocó que los niños huyeran. Uno de ellos  se tropezó y cayó.

—¿Estás bien? —preguntó el desconocido.

—Sí, gracias. ¿Cómo te llamas? —el niño se interesó en él.

—¿Te importa mi nombre o quieres saber quién soy?

—¿No es lo mismo?

—Es distinto. Me llamó Ramón y soy un hombre libre.

—¿Eres un vagabundo?

—No, aunque así me llaman.

—¿Entonces? —preguntó extrañado el chaval.

—Me cansé de la rutina. Enfermé por un exceso de obligaciones y me rebelé contra el sistema.

—No lo entiendo.

—Mira, chaval…

—¡Eh! No  me llamo chaval, soy Fran —el niño se ofendió.

—Perdóname, Fran.

—No pasa nada —el niño aceptó la disculpa de buen agrado.

—¿Te gustan las espinacas? —le preguntó el hombre.

—¡No! ¡Para nada!

—Pues, imagina que tu madre te pone un plato de espinacas. A ti no te gustan, te enfadas y no las comes. Lo que consigues es tener ese plato verde para la noche. Al final, cedes y las tragas. Yo me cansé de las complicaciones impuestas.

—¿Comiste demasiadas espinacas? —preguntó extrañado el niño.

—¡Más de las que he querido!

—Mi mamá siempre me levanta el castigo.

—Así debería ser la vida, chaval.

—¡Me llamo Fran! —se enfadó.

Aparecieron los niños que habían huido y Fran se unió a ellos.

—¿Quién es el vagabundo? —preguntaron.

—Solo un tío que se cansó de comer espinacas.

Sin más, corrieron hacia el pueblo con intención de asustar a las niñas con las ranas que habían cazado.