No me hables de tormentas,
del estremecido grumete
y cada uno de sus puertos.
No me hables, si no recuerdas
cómo aman las sirenas;
del exótico cruce de lenguas,
sin más sexo que el deseo
de dos lejanos amantes
que culminan el orgasmo
con un te amo, apellidado Ojalá.
No me da miedo el laberinto. Tampoco morir dentro de él. Sólo me agobia la compleja distancia que acaricia la soledad; la de un suspiro sin respuesta, roto por el doloroso estruendo de un lejano trueno que, por mucho que se anhele, nunca llegará para anegar mi boca y desbordar mis labios. Y, al final, la estéril tormenta, sedienta de un cruce de bravos vientos, será la única verdad del amor más puro, a la vez que perdido; el aguijón de una tormenta imperfecta.
Ayer me reencontré contigo. Sí, una vez más, a la altura del pegajoso barro de una ladera. Ayer te vi; a ti y otros penitentes por el AMOR TORCIDO, pero con el pecho recto. Siempre con paso firme y marcial, sin dejar de mirar al frente, obviando el dolor de las amapolas y los besos que dieron por última vez. Y tú, querido Ego, estabas en aquel desfile en el que, negando ser un tullido más, despedías al sol de junio como el bello poema que, sin quererlo, alguien te convirtió; junto al dilema de qué fue primero, si el amor o el dolor.