Cambios

Imagen: Pixabay

Se miró una vez más al espejo. En la prensa escrita decían que su cara aburría muchísimo. Había perdido casi treinta quilos desde el último 26 de diciembre. Una dieta de esas chungas, que junto a una tabla severa de ejercicios físicos, lograron un cambio radical. Para ser un anciano, estaba muy fibrado: “¡Que te den, Gianluca Vacchi!”, musitó. Pero él, se había ganado a pulso su sorprendente metamorfosis, sin ciclos vía intramuscular. No, él no era un tramposo. Pero no estaba contento con su cara. Frente al cristal, desnudo, meditaba qué hacer para que su rostro casara con el cuerpo. Sin pensarlo mucho, cogió unas tijeras y empezó a cortar la frondosa barba blanca, hasta que pudo usar una cuchilla y afeitarse. Lo hizo, sin más. 

Echó una carcajada al ver que su barba había desaparecido. En su lugar había una atractiva perilla. Se quitó las gafas y se puso unas lentillas. Diez o quince minutos tardó. La tediosa tarea valió la pena, porque por primera vez en décadas, sus ojos de color azul destacaban sin un armazón que cubriera su atractivo.

Se enfundó unos pantalones de cuero negro que le hacían un culito prieto, tan apetecible, que su mujer se contuvo mordiéndose los labios; The Kiss hubieran muerto de envidia. Para hacer contraste, se puso unos botines y una chupa de color rojo. Se perfumó y dijo frente al espejo eso de “Huelo como un tío, tío”.

Lo que más le fastidió fue deshacerse de sus renos. Los dejó libres en un paraje protegido de Laponia. Nunca los maltrató. Los amaba, por eso sintió mucha pena, pero no estaba dispuesto a que lo denunciaran por maltrato animal.

Sacó del garaje un quad (eléctrico, claro está) del que arrastraba un remolque cargadísimo de regalos. Arrancó el motor y lanzó un beso, desde la distancia, a su mujer. Miró el reloj,  se acababa de dar cuenta de que era tarde. “Al lío”, posteó en su Facebook. Sin mirar atrás, empezó su trabajo, renovado, con muchos cambios. Para bien o para mal, acababa de romper la odiosa monotonía navideña.

Mendigo de palabras

Imagen: Pixabay

Me da pereza tener que rebuscar en contenedores repletos de órganos, en teoría vivos, el sentimiento  de complicidad que florece en las letras. Me da pereza, y no por el hecho de entablar diálogo, que ya me cuesta, sino más bien por la indiferencia que me hace sentir un diminuto buscando algo enorme. Y no es así, sé que estoy listo, pero nadie se presta a escuchar, ni a leer, lo que tengo preparado para el mundo. Así me convertí en un mendigo de palabras, que lo intentó en su momento pero se cansó. Ahora suelo viajar en solitario, con la libreta bajo el sobaco,  acampando de parque en parque para escribir lo que la vida me dicta. Lo demás me da lo mismo, mientras ella me sonría.

Cuando esto acabe

Imagen: Pixabay

Lo primero que haré, cuando todo esto acabe, será conversar con el mar y pedirle perdón por todo el desamor que llevo acumulado, sin más poesía que mirar al cielo y buscar alguna que otra gaviota.