Nuestro tesoro

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Me detengo en su ombligo, es el centro del Universo; mi lengua cae en su órbita, acariciando cada centímetro de su perímetro. La Diosa que me atrajo hasta él, dice que no pare hasta que encuentre el anillo que rodea el planeta llamado Anhelo. Me centro en ello, e impulsado por la curiosidad de acercarme a lo inexplorado, pronto encuentro su recóndito tesoro. Su sonrisa dice que es mi premio. Tengo claro que lo disfrutaré con ella. Siempre me gustó compartir.

 

 

A deshora

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Lo del cambio de hora siempre será el beso perdido de los ochenta; indeciso en el albor, resilente tras su sonrisa, puntiaguda, en un descaro de querer pronunciar el «te amo» en un convenio a un solo costado. Y, todo eso con el susurro, cabizbajo, de una armónica que se lamenta en solitario en plena tormenta de arena, sin el desierto de su espalda, como una chicharra en la canícula. Los quejidos siempre serán la penitencia de una saeta a deshora. Y, mientras esa hora desaparece sin haberse despedido, la ilusión por regar sus labios con la tormenta del que quiso ser mi primer beso, permanece en el anhelo de la fantasía del perdedor.

Regurgitar

Imagen: @XaviviGarcía

Los domingos no suelo escribir. Soy más de vomitar letras. Las mismas que durante la semana quedaron alojadas en la boca del estómago, sin digerir. Un adiós, un hasta luego o, quizá, un te quiero mal aliñado que espera el momento justo, como la última bala en la recámara, para salir… Ya no sé si para salvar o ajusticiar ese monólogo interno que se repite como un mal alioli de supermercado. Y, al final, el gris de un inicio dominical, da apertura al exilio de mis males, sin la pertinente confesión parroquial, pero con todas esas letras que escribí y ahora desdigo con ellas esparcidas por el suelo. Siendo justos, con la fregona en la mano y el hedor del daño que me hicieron por su mala conjugación, sonrío tras la última lágrima regurgitada . En cualquier caso, fui, soy y seré ese despoema sin sentido y en bicromía. No está mal.

 

Un anónimo – Desde la distancia (III)

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Ayer te vi. Sí, una vez más; desde la seguridad de la distancia. Tú no me viste, pero sé que sentiste la chispa, esa extrañeza que tantas otras veces sentimos los dos. Te vi: de pie, con el teléfono en la mano, mientras pactabas alguna promesa. Pero no a mí. Esta vez no. ¡Joder! ¡Qué preciosa estabas! Yo, sin embargo, parecía un extraño desde la acera de enfrente. Quieto. Impasible. Tan sólo quería verte y que tú no me vieras, como ese fantasma que me he convertido con cada una de mis letras perdidas. Como tú. Como nosotros en un adverbio mal conjugado. Ayer te vi. Y, a pesar de todo, aún te tengo en mi mirada.

@XaviviGarcía

Manuscrito

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De ser cierto que la Tierra muere, pediré prestada tu espalda para escribir sobre ella mis últimos versos de mares y amores.

@XaviviGarcía

 

Orfebres

Imagen: @XaviviGarcía

Días que amanecen entre plata y orfebres, para amansar un holgazán domingo que se despereza con nostalgia y aroma a café recién molido, siempre con el aleteo de una mariposa indecisa en posarse en el borde de la taza.

@XaviviGarcía

 

Crónicas del Rey de Copas

Viernes, 21 de diciembre de 2018.

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08:00 horas de la mañana; faltan 12 para la cena.

Mal augurio. La cafetera no funciona, me he quedado sin mi dosis de cafeína y hoy la necesito más que nunca. Se presenta un día más largo que el último videoclip de Leticia Sabater. ¡Esta noche hay cena de empresa!

12:00 horas de la mañana; el descansito.

Estoy petao. Aún no han reparado la máquina de café, y me cuesta tanto abrir los ojos, que sin darme cuenta me he tropezado con el jodido y austero árbol de Navidad que Puri, la de Recursos Humanos, pone todos los años en el pasillo para que el mundo entero sepa que la cosa no va bien y no hay dinero ni para bolas —si pusiera todas las que se ha tragado para llegar a su puesto, seguramente ganaríamos el premio al pueblo más bonito de Ferrero Rocher—. Este año tampoco ha habido aguinaldo, lo achacan a esa maldita flecha de un gráfico Excel  —bastante cutre, todo sea dicho— que apunta hacia abajo. He decidido echar mano a la petaca de coñac  para contagiarme del bonito espíritu navideño de esta oficina: glup, glup, glup, glup… —cara de chino chupando un limón— ha sido un trago más largo de la cuenta.

14:00 horas de la tarde; fin de la jornada.

Como es habitual en estas fechas, hoy hemos terminado de trabajar a las dos. Es algo que se inventó el cretino de Juan para jugar a la chorrada esa del amigo invisible. Se ha convertido en un clásico ver quién hace el regalo más horrible de todos. A alguien muy borde se le ha ocurrido este año regalar a Teresa —la pechotes de la oficina— un balón de playa de esos que regala cierta compañía fabricante de mayonesa. El mío ha sido tan invisible que ni se ha presentado: ¡Me cago en sus muelas!

20:00 horas de la tarde; la previa.

En el bar de abajo. Nada destacable. He rezado media docena a San Miguel; también he rogado por mi mujer, para que sea piadosa conmigo al día siguiente.

He vuelto a orar una última vez por ella.

21:30 horas de la noche; el banquete.

Esta vez he tenido suerte, demasiada. Los últimos años siempre se acoplaba a mi lado el pesado de Federico. No es que sea mal tío, pero detesto el  vicio que tiene de ir al baño cada dos por tres para esnifarse lo que él llama a voces «La Navidad»; no es muy listo que digamos.  Me he sentado al lado Teresa. Tras la última copa no he podido aguantarme, he reído como un poseso al recordar el balón de playa. Vino abundante, menú decente, y precio, a esas alturas, aceptable.

00:00 nuevo día; el Rey de Copas.

Tras la cena y en la barra del mítico Cantonet, he perdido la cuenta de los gintonics. Alguien me bautiza como «El Rey de Copas»; ahora sí, la cartera me dice que la noche está saliendo algo carilla; decido cantar al karaoke por eso de no echarme a llorar.

01:00 horas de la madrugada;  una más, Justino.

Ni de coña. Tras un par de canciones ya no me dejan cantar. La rubia —la misma que creía que me estaba haciendo ojitos—  me quita el micrófono y se pide esa de «…y se marchó»; entonces me fui. Acabé en un garito con un rebaño que no era el mío.

02:30 horas de la madrugada; un reggeton.

Me doy cuenta, al mismo tiempo que miro el fondo de mi copa, que Georgie Dann y King África ya no son nadie; yo tampoco lo soy: veo que mi intento de mover el culo es un tanto ridículo y, en un momento de cordura, decido que ya está bien.

05:00 horas; un taxi y a dormir.

El taxista no me entiende. Me ha dejado en la otra punta de la ciudad. Me bajo sin darme cuenta de ello. Yo no vivo allí, pero decido ir andando a casa para que me dé el airecillo. Ufff, me hace falta.

12:00 horas del post-apocalipsis.

Me despierto, pero antes de abrir los ojos veo una serie de “momentazos” que pasan por mi mente a toda prisa: risas mojadas con alcohol, más de la cuenta; siento vergüenza, demasiada. «¡Ojalá que el lunes nunca llegue!», pienso mientras echo mano a la caja de paracetamol, esperando que una de sus dosis cure el dolor de cabeza y limpie mi memoria, jurando no volver a hacerlo más… No me lo creo ni yo.

 

Moriré

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Moriré por ti cuando ya no estés. Porque lo has sido todo, un suspiro lejano que poco a poco se fue acercando a mi nuca, hasta que en cierto momento pude sentir el calor que prendiste en mí.

Moriré por ti, porque fuiste la única palabra de amor que salió de mi boca; tú lo lograste, el mérito fue solo tuyo. Yo no pude hacer más que intentar seguir luchando con la ceguera que me provocó tu belleza.

Moriré por ti, porque cuando el ocaso llama a mi cama, el único anhelo de mis sábanas es que tú te empadrones en ellas; porque provocas tempestad de deseo en cada uno de mis sueños y, así, no es fácil vivir.

Moriré por ti, aunque creo que ya lo hice hace tiempo: cuando tu indiferencia sopló la llama virgen de mi corazón.

 

Mermelada

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Hoy he vuelto a sentirme solo, las sábanas sin ti ya no son lo mismo. Porque tu calor desapareció hace mucho tiempo, aunque tu aroma aún perdura en la habitación. Igual es algo psicológico, pero he sentido la necesidad de recordar bastantes de las cosas que hicimos juntos. ¿Por qué? Es sencillo de explicar: simplemente te extraño.

No quiero creer que fuiste una amante sin más, me resisto a pensar que eras la típica sonrisa con fecha de caducidad. Lo nuestro fue especial, y aunque antes de adentrarme en ti ya sabía que no me pertenecías, no pude evitar chafar con los dos pies dentro. El sexo nunca fue complicado, pero sí lo que empecé a sentir tras nuestros bailes en la ciénaga.

¿Que cuál es el mejor recuerdo que tengo tuyo? ¿En serio quieres saberlo? Todo empezó en la cocina.

Me dijiste que te atara el delantal, y lo hice no sin aprovecharme de ello. Mis manos en tu cintura deslizándose hacia abajo. Luego, sentí un ligero manotazo tuyo advirtiéndome: «¡El postre no está listo!». Me obligaste a ponerme ese otro delantal tan ridículo: «¡Olé que arte mi niño!», dijiste mofándote del horroroso diseño andaluz.

¿Luego? Pusiste agua a hervir y me pediste ayuda con la receta. Lo hice más bien de lo que podrías haber imaginado. Colocaste una fresa en tu boca y me invitaste a acercarme. Eso fue sencillo, presioné mis labios contra los tuyos, con la fruta de por medio. ¡Qué placer! Nuestro calor derritió su piel y el jugo invadió nuestro paladar. Mi lengua rebelde se escapó y acarició la tuya. Después de eso quedaron entrelazadas, moviéndose y agitando el azúcar.

Cuando despegué mis labios de los tuyos te pregunté por el nombre de la receta. «¡Mermelada de fresa!», me dijiste.

Desde el mismo día que desapareciste de mi vida odio el sabor de la fresa, y me pongo de peor humor cuando mi abuela insiste en darme la receta. ¡El vello de punta!

 

El hombre que se cansó de comer espinacas

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Mientras cazaban ranas encontraron a un hombre desaliñado, durmiendo. Despertó sobresaltado y provocó que los niños huyeran. Uno de ellos  se tropezó y cayó.

—¿Estás bien? —preguntó el desconocido.

—Sí, gracias. ¿Cómo te llamas? —el niño se interesó en él.

—¿Te importa mi nombre o quieres saber quién soy?

—¿No es lo mismo?

—Es distinto. Me llamó Ramón y soy un hombre libre.

—¿Eres un vagabundo?

—No, aunque así me llaman.

—¿Entonces? —preguntó extrañado el chaval.

—Me cansé de la rutina. Enfermé por un exceso de obligaciones y me rebelé contra el sistema.

—No lo entiendo.

—Mira, chaval…

—¡Eh! No  me llamo chaval, soy Fran —el niño se ofendió.

—Perdóname, Fran.

—No pasa nada —el niño aceptó la disculpa de buen agrado.

—¿Te gustan las espinacas? —le preguntó el hombre.

—¡No! ¡Para nada!

—Pues, imagina que tu madre te pone un plato de espinacas. A ti no te gustan, te enfadas y no las comes. Lo que consigues es tener ese plato verde para la noche. Al final, cedes y las tragas. Yo me cansé de las complicaciones impuestas.

—¿Comiste demasiadas espinacas? —preguntó extrañado el niño.

—¡Más de las que he querido!

—Mi mamá siempre me levanta el castigo.

—Así debería ser la vida, chaval.

—¡Me llamo Fran! —se enfadó.

Aparecieron los niños que habían huido y Fran se unió a ellos.

—¿Quién es el vagabundo? —preguntaron.

—Solo un tío que se cansó de comer espinacas.

Sin más, corrieron hacia el pueblo con intención de asustar a las niñas con las ranas que habían cazado.