Cambios

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Se miró una vez más al espejo. En la prensa escrita decían que su cara aburría muchísimo. Había perdido casi treinta quilos desde el último 26 de diciembre. Una dieta de esas chungas, que junto a una tabla severa de ejercicios físicos, lograron un cambio radical. Para ser un anciano, estaba muy fibrado: “¡Que te den, Gianluca Vacchi!”, musitó. Pero él, se había ganado a pulso su sorprendente metamorfosis, sin ciclos vía intramuscular. No, él no era un tramposo. Pero no estaba contento con su cara. Frente al cristal, desnudo, meditaba qué hacer para que su rostro casara con el cuerpo. Sin pensarlo mucho, cogió unas tijeras y empezó a cortar la frondosa barba blanca, hasta que pudo usar una cuchilla y afeitarse. Lo hizo, sin más. 

Echó una carcajada al ver que su barba había desaparecido. En su lugar había una atractiva perilla. Se quitó las gafas y se puso unas lentillas. Diez o quince minutos tardó. La tediosa tarea valió la pena, porque por primera vez en décadas, sus ojos de color azul destacaban sin un armazón que cubriera su atractivo.

Se enfundó unos pantalones de cuero negro que le hacían un culito prieto, tan apetecible, que su mujer se contuvo mordiéndose los labios; The Kiss hubieran muerto de envidia. Para hacer contraste, se puso unos botines y una chupa de color rojo. Se perfumó y dijo frente al espejo eso de “Huelo como un tío, tío”.

Lo que más le fastidió fue deshacerse de sus renos. Los dejó libres en un paraje protegido de Laponia. Nunca los maltrató. Los amaba, por eso sintió mucha pena, pero no estaba dispuesto a que lo denunciaran por maltrato animal.

Sacó del garaje un quad (eléctrico, claro está) del que arrastraba un remolque cargadísimo de regalos. Arrancó el motor y lanzó un beso, desde la distancia, a su mujer. Miró el reloj,  se acababa de dar cuenta de que era tarde. “Al lío”, posteó en su Facebook. Sin mirar atrás, empezó su trabajo, renovado, con muchos cambios. Para bien o para mal, acababa de romper la odiosa monotonía navideña.

Pago por adelantado

Sheryl Montana, apesumbrada, entró vestida de luto en el local de un bajo comercial del viejo barrio de Storyville. Eso sí, lo hizo con la belleza y glamour que tanto la caracterizaba: su cuerpo, joven, se estilizaba tras un elegante vestido de Chanel y unos bonitos zapatos de tacón fabricados por un excéntrico zapatero turco. Ocultaba sus ojos tristes, siempre tras unas enorme gafas de sol diseñadas por la modista Carolina Herrera. Una pija en toda regla, sí, como sus andares neoyorquinos sacados de Upper East Side. Acababa de llegar a New Orleans desde New York. Un viaje bastante largo con un propósito extraño, tanto, que las piernas no dejaron de temblarle desde que leyó el letrero del negocio: «Madamme Bubba Louise: libros, hechizos y otros contactos». Estaba allí por eso, no por los libros, porque en realidad solo leía la revista Vogue, sino por esa frasecita que le había irritado el estómago al leerla por lo bajini: «Otros contactos…». La recibió una mujer mayor, con una redondez perimetral muy pronunciada, tal vez y sin exagerar como la tripa de un hipopótamo, y piel más oscura que aquel lugar. Sin duda, le faltaba una ventana mucho más grande o un par de focos para que el sitio estuviera decentemente alumbrado. Y pese a que la falta de luz le aterraba, más lo hizo las numerosas estanterías repletas de objetos raros que no se podían apreciar del todo bien: rastras de ajos, botes en alcohol con sapos en su interior, cráneos de macacos (o eso quiso creer ella) y muñequitos sin rostro hechos con paja. Eso sí, le resultó un alivio ver un letrero que decía «Se acepta American Express».

—Se paga por adelantado —le dijo la anciana.

Sheryl no se quejó. Sacó la tarjeta de crédito de su billetera, y sin preguntar el precio, se la dio a la dueña del local. Marcó un dígito con varios ceros y procesó el pago.

—Listo —dijo la vieja, sonriente. Acababa de engordar su cuenta bancaria algo más que su propia cintura.

Hizo pasar a la chica a otro cuarto mucho más diminuto. Allí había una pequeña mesa en el centro del salón, junto a dos sillas. No había ninguna ventana, solo una pequeña lámpara colgada en el techo que daba una luz roja. El olor era apestoso: numeroso moho cubría las paredes del lugar. Sheryl hizo intento de parar una arcada. A la vieja le resulto graciosa la imagen.

—No te preocupes, niña. El moho canaliza las energías… es la puerta al otro lado.

La hizo sentarse y le pidió que contara qué era lo que necesitaba en concreto. La neoyorquina fue directamente al asunto. No quería alargar más de la cuenta su estancia.

—Mi novio falleció antes de decirme algo importante.

Su ex, un importante empresario con casi veinte años más que ella, murió en una de esas noches en que las parejas se dedican amor profundo, con las yemas derrapando rincón a rincón; con las lenguas enlazadas buscando el salitre más escondido del amor. Era evidente que ella, aunque pudiera sentir cierto amor por él, no era más que una interesada que supo atraparlo, pero que lo perdió todo (la fortuna de él sobre todo) cuando él murió entre sus piernas sin haberla llegado a nombrar heredera de su mansión en Dallas, ni de toda la fortuna que arrastraba su apellido.

—Entiendo. No necesito más detalles. Dame tus manos, cierra los ojos y piensa en él.

Hizo todo lo que le pidió. El silencio dejaba percibir los ladridos de un perro callejero que se quejaba por no haber encontrado nada para comer. Por un momento, abrió los ojos y vio a la anciana concentrada. No decía nada. Volvió a cerrarlos justo después de pensar que todo aquello era una chorrada y que la habían timado. Se engañó.

Una extraña ventisca movió la lámpara. Allí no había ningún hueco por el que el aire de la calle se pudiera colar para hacer lo que había hecho. Sheryl lo sintió. Algo rozó su largo y bonito cuello; lo supo, fue una caricia. Asustada abrió los ojos y, entonces, el pánico se apoderó de ella. Se encontró con la vieja sonriendo. Tenía los ojos abiertos de par en par, aparentemente en cualquier momento podían salirse de sus cuencas. La médium permanecía callada. La joven intentó levantarse para marcharse, pero una extraña voz aguda salió de la boca de la hechicera.

—Bomboncito, ¿dónde vas?

Quedó paralizada. Solo había una persona que la llamaba así y ya no estaba en la tierra.

—Sigues igual de estupenda que siempre —dijo un ente que se apoderó del cuerpo de la vieja.

—¿Eres tú? —musitó Sheryl.

—Claro, bomboncito. ¿Ya no te acuerdas de mí?

Ella se echó las manos a la boca, asombrada. Hubiera llorado, pero no de amor sino de pánico.

—¿Para qué me has clamado? Sabes que siempre es un gusto verte, pero esto ya no es lo mismo. ¡No está bien!

Soportó la reprimenda como una adolescente por llegar más tarde de la hora acordada con los padres.

—Solo necesitaba saber una cosa. Antes de… —hizo una pequeña pausa— morir, querías decirme algo. Nunca lo hiciste y necesito saber qué era.

La anciana se levantó despacio y se acercó hasta Sheryl. La cogió de las manos y la hizo levantarse de la silla. Ambas quedaron frente a frente. La joven era bastante más alta que la médium.

—¿Me amas? —Le preguntó el ente a su ex.

Ella dudó en qué decir. Simplemente había acudido hasta allí para que el difunto le dijera dónde encontrar toda su fortuna. Esa pregunta la descolocó, demasiado.

—Sí.

—¿Hasta el infinito y más allá? —preguntó una vez más la poseída.

Sin pensar mucho, respondió nuevamente.

—Sí, claro.

La vieja sonrió. Cogió a la pija por la cintura y con un leve empujón se la cercó hasta sus labios. La besó con ganas mientras sus manos se resbalaron por la cintura de la joven, hasta el trasero. Le cogió con fuerza las nalgas mientras la achuchaba contra ella. El beso se convirtió en largo y placentero para ambas. Cuando el ente se encontró saciado, se apartó lo justo para mirarla a los ojos. Ella, mientras se reponía de algo imprevisto pero gustoso, se sintió avergonzada a la vez que esperaba una respuesta.

—Pues que así sea —dijo él en boca de la anciana, y sin soltar a su querida, empezó una extraña función.

La luz, de repente, inició un continuo parpadeo. Sheryl escuchó una voz gutural que la aterró: «Si me quieres, me acompañarás». Ella intentó apartarse, pero la vieja tenía una fuerza descomunal. No pudo quitársela de encima. Gritó, pero de poco le sirvió, porque la mujer rechoncha la miró con gula. Tanto que, abrió la boca y de una manera impensable, se hizo monstruosa. Se la comió, así, sin más. Todo el delicado cuerpo de la neoyorquina, empujado por pura magina negra, entró por la boca convertida en unas gigantescas fauces.

Cuando la vieja recobró el conocimiento, no recordaba por qué estaba allí, saciada, con su enorme tripa llena. Apagó la luz y salió de la habitación con una enorme pesadez en el estómago. Eructó. Nunca llegó a entender por qué ningún cliente salía de allí dentro, pero sí supo que fue una gran decisión eso de cobrar por anticipado, porque al fin y al cabo, su trabajo, bien o mal, estaba hecho.

Adiós

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Recuerda mi última mirada, esa que destenía cariño y amor por cada centímetro de tu boca; haz memoria cuando te sientas neutra, yo ya no podré hacerlo por ti. Hoy mis ojos empiezan a grabar una nueva escena, lejos de esa isla tan complicada que es tu cuerpo.

Los ángeles no tienen sexo

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Ha pasado mucho tiempo pero lo recuerdo a la perfección: seis de marzo de mil novecientos ochenta y cinco; diez de la mañana, ingreso en maternidad. Al fin, tras nueve meses llenos de dolores y placer, iba a ver tu cara, la de mi bebé. Te esperaba con mucha expectación, porque jamás me dijeron tu sexo. Bueno, no es cierto del todo. Las vecinas mayores de la calle me hicieron un juego de esos extraños en los que te aseguran si vas a tener un niño o una niña: las tijeras cada vez decían una cosa. Lo peor fue buscarte un nombre. Tardamos en ponernos de acuerdo, pero al final lo hicimos: Lucía en caso de ser chica y Vicente si al final eras chico.

¿Sabes? Fue muy emocionante descolgar el teléfono y llamar a tu padre al trabajo. Aún recuerdo lo nerviosa que se puso la recepcionista al decirle que estaba de parto y que le necesitaba a mi lado. No tardó en llegar a casa, y con su flamante  Seat 127 me bajó a todo gas hasta el hospital. Todavía logro sonreír al recordarlo: «¿Ha roto aguas?», preguntó la enfermera del mostrador. Entonces tu padre, con el humor que tanto le caracteriza le dijo: «¡El Sichar al completo!».

Cuando me hicieron pasar al paritorio se convirtió en algo muy duro. Sentía tus ganas por salir y encontrarte con nosotros. Estaba agotada, y tu papá se mostraba más nervioso que yo. Era gracioso contemplar a las enfermeras intentando calmarlo. «Tranquilo, todo irá bien», le escuché decir a una de ellas. Y todo iba fenomenal hasta que empecé a  empujar. Perdí la conexión contigo y desfallecí. Saliste de mi vientre sin llegar a percibir la luz. No me hizo falta ver al ginecólogo para saber que no iba a poder disfrutar de ti. Sus palabras tampoco me sirvieron de consuelo, poco antes noté que te marchabas de mi lado para siempre.

Por eso cada seis de marzo lo celebro con nostalgia y resignación. Porque me lo diste todo sin haber pasado  el tiempo que deberíamos haber tenido para nosotros dos. Porque aunque tu destino no estaba escrito a mi lado, me enseñaste a sentir y a vivir como una madre primeriza. Mis lágrimas así lo aseguran todas las primaveras al recordar tu rosada y pequeña cara angelical. Nunca me cansaré de clamar al cielo por ti. Los años pasan pero una madre no olvida. Algún día sé que marcharé para estar a tu lado, y entonces te arroparé con mis brazos. Te cantaré la misma nana que escucharon tus hermanos: «run, run, run, mi bebé mira al sol; run, run, run cantaremos tú y yo»,  luego te besaré. «Mamá te quiere», nunca lo olvides.

Explorando a Venus

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Llevaba ya rato con sensación de calor. Sus manos eran cómplices de su pensamiento. A su vez, se convertían en las únicas peregrinas de su propio Monte de Venus. El recuerdo de los brazos de Carlos, abrazándola con delicadeza, promovía la excitación que había empezado a experimentar sola, en la cama.

Era su fantasía, mandaba ella. Le ordenó que la besara, y él lo hizo. Paseó la lengua por su oreja y la deslizó poco a poco por el cuello hasta la yugular. Allí la mujer se convirtió en un apetitoso bocado vampírico. Carlos la mordisqueó. No le dolió. Lo único que consiguió fue que su pulso se acelerara. De su boca empezaron a salir pequeños gemidos de placer: “Sigue…”. Ante su nuevo mandato, el hombre se deshizo de la única tela que cubría la Serranía de la Felicidad. Aparecieron dos esbeltos pechos.

En uno de ellos había una marca, un bonito lunar. Él lo tuvo claro, iba a intentar borrarlo con la lengua. Fue tal el empeño que puso, que no tardó en coronar las cimas: dos pezones erectos donde plantó la bandera de “tierra conquistada”.

Ahora ya no mandaba ella. Lo dejó a su aire. Sabía que él se apañaría bien con la exploración, lo estaba demostrando. Decidió seguir descendiendo. La humedad de sus besos se hizo evidente, cada paso que daba servía pare reblandecer el terreno. Llegó al punto prohibido. Venus se veía de cerca, pero aún debía pasar la frontera. Entonces se vio indeciso. La miró a los ojos buscando permiso. La sonrisa de la mujer fue la encargada de timbrar el pasaporte, su lengua tenía derecho de paso, y no se lo pensó. Cruzó. Se adentró en lo más recóndito de ese nuevo mundo. Ella se estremeció, no pudo controlarse. Pronto la lengua encontró un río fluvial distinto al suyo. Su viaje terminó, al fin llegó al centro de Venus.

Cuando abrió los ojos, la cabeza del hombre ya no estaba entre sus piernas. Se dio cuenta de que lo único que había explorado su cuerpo habían sido sus propias manos. La fantasía se esfumó. No importaba, había disfrutado del premio que Carlos había conseguido para ella. “Le debo un café…”, dijo mientras reía tumbada sobre la cama sorprendida por su caliente imaginación.

Versándonos la boca

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Empecé un poema al que pronto se unieron tus versos. A partir de la segunda estrofa perdimos la métrica: la rima fue dictada por nuestras lenguas.

Mendigo de palabras

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Me da pereza tener que rebuscar en contenedores repletos de órganos, en teoría vivos, el sentimiento  de complicidad que florece en las letras. Me da pereza, y no por el hecho de entablar diálogo, que ya me cuesta, sino más bien por la indiferencia que me hace sentir un diminuto buscando algo enorme. Y no es así, sé que estoy listo, pero nadie se presta a escuchar, ni a leer, lo que tengo preparado para el mundo. Así me convertí en un mendigo de palabras, que lo intentó en su momento pero se cansó. Ahora suelo viajar en solitario, con la libreta bajo el sobaco,  acampando de parque en parque para escribir lo que la vida me dicta. Lo demás me da lo mismo, mientras ella me sonría.

Amarte en blanco y negro

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Me gusta amarte en blanco y negro, descubrir esa nostalgia que siempre me ha ayudado a desearte en secreto, disfrazado por la cotidianidad del ir y venir ante tus ojos; pensar que tú no lo sabes y me sigues regalando esa sonrisa eterna en bicromía, anclada en ese mismo pasado en el que los cigarrillos permanecían en los labios, con la única intención de seducir, así, sin más, sin ningún bolero de por medio; me gusta amarte en blanco y negro, y por lo menos saber que nuestra historia, la mía más bien, a quién quiero engañar, siempre será como aquella delicada pero complicada película de los años treinta, con un beso final que habré convertido en una ficción monocromática.