Amantes de lo cotidiano

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Después de todo me detuve a contemplar las pequeñeces que tu cuerpo siempre me ha dictado: acariciar tu piel, oler tu pelo, sonreírte. Todo ha cambiado con los años, pero nuestros orgasmos siguen siendo iguales; placenteros hasta el punto de querer parar el tiempo y disfrutarnos por la eternidad. Sabes que cuando me enfado contigo, por alguna de mis estupideces,  acabamos arreglando las cosas de la forma más sencilla, natural y humana que jamás habrá escrita: entrelazando nuestras lenguas, buscando un punto parcial de cordura. Siempre hemos sabido solucionar nuestros problemas. Hoy no ha sido distinto. Tu sonrisa, picarona, ha vuelto a decirme lo estúpido que soy en ocasiones. Yo no he tardado en utilizar mi mejor conjuro para pedir clemencia: “Lo siento”, te dije mientras te abrazaba y te mordisqueaba. Tú hiciste lo mismo, me agarraste y me dijiste al oído, «Mira que eres tonto». Lo que llegó después, fue lo más justo para volver a empezar, un excelente caldo de sudor, caricias y miradas lascivas. Mi sexo en el tuyo, bailando al compás de la movida rumba de tus caderas. Y al final, lo mejor de todo, un regadío de amor placentero.
Los años pasan, ya no somos aquellos jovencitos que intentaban jugar cogiéndose de la mano, pero seguimos queriéndonos como el primer día. A pesar de todo, siempre hemos sabido arreglar nuestras diferencias, la cama siempre será nuestro juzgado de paz. Eso nunca cambiará, lo sabemos, porque ante todos los males, nos gusta saldar nuestras penitencias conjugando el verbo amor.

Reflejo

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Me miro al espejo y mis ojos son una prolongación de los tuyos; un torrente de belleza y sentimiento, al igual que aquel primer momento en el cual desnudé al completo mi corazón, sin mayor complejo que sentir tu vida enlazada con la mía, desbordando amor hasta el infinito. Me miro al espejo y veo a un hombre dichoso, aunque torpe e inexperto en ese arte llamado amor.

Cuando esto acabe

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Lo primero que haré, cuando todo esto acabe, será conversar con el mar y pedirle perdón por todo el desamor que llevo acumulado, sin más poesía que mirar al cielo y buscar alguna que otra gaviota.

Amor en Roma

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Sus ojos la encontraron desnuda, yaciendo sobre el lujoso lecho de sábanas de seda, sodomizada por la fuerza con la que su dueño le embestía por detrás, sin piedad alguna. El esclavo permaneció allí quieto, ante la orden de su dómine, aguantando con sus manos una toalla limpia y un enorme jarrón lleno de agua, pero esa impasividad que se veía en su rostro tan sólo era una fría máscara de cerámica con la que cubría su verdadero estado de ánimo. Por dentro se sentía afligido, destrozado al ver que su amada era obligada a dar disfrute al amo, un auténtico cretino procedente de la mismísima Roma.

Vico sabía que aquella sumisión sólo se trataba de una crueldad carnal a la que obligaban de vez en cuando a la joven. Aun así, aquellos encuentros de sudor y jadeos le pateaban de forma muy dura su corazón enamorado. Quizá podría haber intentado librar a su querida de las asquerosas manos de su señor. No le faltaba valor para hacerlo, tampoco le hubiera importado morir por tal motivo, pero Nerea le pidió por favor que no lo intentara. En una ocasión intermedió por ella y a cambio recibió veinte latigazos: uno por cada año de su vida.

Justo antes de escuchar un grave y varonil grito, Vico y Nerea quedaron enlazados unos segundos por sus miradas. Bastaron cuatro ojos privados de libertad para consolarse y empatizar con la difícil situación de sentirse menospreciado, por haber nacido siendo hijos de esclavos. El señor de la casa solía decir que la plebe tenía la misma sangre que las ratas, pero por lo visto a él no le importaba aparearse con sus siervas. El amo terminó con desprecio y ordenó a su súbdita que marchara de inmediato de su cama. Ella lo hizo con mucho gusto, cuando acababa la tormenta era el único momento en el que encontraba libertad. Antes de salir de allí se cruzó de nuevo con la mirada de Vico; ella se sintió un despojo, agachó la cabeza y se marchó desnuda, desbordando tristeza con cada uno de sus pasos.

«¡Puta esclava, me ha puesto perdido con su jodido sudor! ¡Por Neptuno, ve a por más agua!», le ordenó a Vico al no sentirse limpio del todo.

La encontró justo al lado de la fuente, cuando se disponía a rellenar el cántaro. Nerea, aunque en apariencia lucía su piel impoluta, no paraba de frotarse con fuerza. Todavía podía sentir el hedor de su amo sobre la nuca. Vico la miró con la misma ternura que un enamorado intenta atrapar la luna con sus dedos. Unieron de nuevo sus miradas.

El hombre abrió la boca para pronunciar sus primeras palabras del día. Al amo le gustaba que sus esclavos fueran silenciosos, por eso amenazaba con cortar la lengua a quien se atreviera a hablar sin su permiso. «¿Estás bien?», le dijo a ella, pensando en lo estúpida que había sido su pregunta. «Me duele, pero el alma», contestó Nerea, mientras bajaba su mirada al suelo y sin parar de limpiarse. «Imagino tu dolor», respondió él con su cara más triste, a punto de dar vida a una lágrima. «¿De verdad?», quiso saber la esclava. Afirmó con la cabeza. Luego dejó el jarrón a un lado y se acercó hasta ella. No era la primera vez que veía a la mujer de sus sueños desnuda, aunque jamás había estado tan cerca de ella. En esta ocasión llegó a notar el calor de su cuerpo, cosa que le gustó.

«Yo también sufro cuando el amo pone sus manos en ti, cuando te posee con sus posturas y palabras infames. Mi corazón se destroza cada vez que la angustia se aloja en tu rostro y sólo es capaz de reflejar infelicidad. No soporto ver que la belleza de tus ojos se derrocha con las oscuras noches de alcoba a las que te someten», la cogió de la mano y acarició con mucha delicadeza su piel. «¿Por qué dices todo esto, Vico?», se interesó ella, a lo que él respondió: «Porque te amo, mi señora. Lo hago desde que los dioses me susurraron al oído que debía conformarme con ser un esclavo más en la casa de los Piaggio. Yo no me resigno a ser un mero hombre sin libertad, porque tengo derecho a amar, e intentar tener la fortuna de ser correspondido. Yo te quiero, Nerea. Sí, soy un hombre sin futuro, pero con un corazón puro que siempre vela por ti».

Por un instante quedaron en silencio. Ella cogió la robusta mano derecha de Vico y la puso en su pecho, todavía desnudo. «¿Lo sientes palpitar?», preguntó Nerea. «Sí… ¿Y ahora qué?», dijo él un tanto confuso. «Ahora, al fin me siento libre y amada», sonrió.

Sus lenguas se unieron saboreando el eterno y amargo recorrido del amor de unos esclavos en tierras romanas, con la esperanza de algún día poder respirar la auténtica libertad. Por el momento, abrazados, sintiéndose el uno al otro, creían tener más cerca el final de ese complicado camino. Sí, sus cuerpos estaban presos, pero sus corazones podían viajar más allá, eran libres de amar. Eso, nadie podía quitárselo a ninguno de los dos.

Hashtags

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El viejo Blas llegó montado en su vespino de color rojo. Llevaba un cajón cargado de patatas de su propia cosecha. Aunque estaba jubilado, jamás renegó de la buena costumbre de #madrugar. Se levantó temprano, y después de beberse un café, tocado con la simpatía de Terry, acudió hasta su granja para realizar las tareas cotidianas: mimar a sus animales para obtener la mejor leche.

Pero esa mañana hizo algo nuevo. Hincó las rodillas en el suelo y se puso al lado de Marina, su cabra más fotogénica. Luego pulsó el botón rojo del móvil, y envió un #selfie muy simpático  a su nieta: «¡Saludos desde la Moncloa!», escribió con sorna el abuelo.

Blas no tardó en recibir una respuesta: «Abu stas peor qla kbra! xD <3».  El hombre se alegró al imaginar la enorme sonrisa. Se notó #melancólico por tenerla muy lejos, pero satisfecho al encontrarla más cerca gracias al móvil. Se sintió un #crack, aunque en realidad no llegó a descifrar todo el mensaje.

Hoja en blanco

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—¡Hazme un poema! —Me suplicó; fui tan torpe que dejé la página en blanco.

La soledad

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Susanne miraba de forma impaciente su pequeño reloj de pulsera. Estaba preparada, pero se mostraba impaciente por ver cómo la manecilla se posaba sobre las doce, para que al fin, llegara el ansiado día. Cumplía con pulcritud el mismo ritual todos los años: se cepillaba su canosa melena; luego se pintaba los labios de color rojo pasión, ante el espejo del tocador, su único amigo y compañero en las últimas décadas.

 Salió de su habitación con el paso lento que le había marcado los años, y bajó hasta la cocina. La desgastada madera de las escaleras provocó una melodía: «La Soledad», ese era el nombre de la banda sonora de su vida. Sacó del frigorífico una enorme tarta de nata y chocolate. La hizo la noche anterior, usó la misma receta de siempre, jamás cambiaba nada. Tampoco esta vez pudo evitarlo, quitó un poco de crema con su dedo índice y se lo llevo a la boca: «¡Seguro que le gusta! », dijo tras comprobar que una vez más le había salido deliciosa. Sacó del tercer cajón del mueble tres velas y las puso de forma alineada; las encendió. Cuando comprobó que todo estaba listo, suspiró lo más hondo que pudo. Luego regresó hasta el piso superior.

            Se detuvo justo delante de la puerta.  Se acercó con sigilo, no quería delatar la sorpresa. Sostuvo la tarta con una mano y la otra la puso en el pomo; lo giró, abrió de forma rápida: «¡Felicidades, cariño!», gritó emocionada. Le respondió el silencio, y el olor a quemado de la habitación. Nada más, allí no había nadie que pudiera saltar ni gritar de alegría por aquel bonito detalle. Nadie, o al menos en persona, porque lo que sí había eran recuerdos por todos los rincones: las paredes pintadas en antaño con un tono malva, juguetes esparcidos por el suelo, y una pequeña cuna que mucho tiempo atrás fue un nido de vida. Pero en esta ocasión todo estaba absolutamente cubierto por hollín, quemado en un incendio que se llevó a su pequeño bebé de tres años. Poco después perdió a su marido, también por culpa del fuego. El hombre se quemó, pero no fue cosa de las llamas, sino de la locura de su esposa que no supo recuperarse de la muerte de su hija. La abandonó cierta tarde sin despedirse de ella, pero Susanne jamás pareció enterarse: «Papá vendrá enseguida, ha salido a por tabaco», dijo mirando a la cuna. La mujer sonreía al vacío, mientras las yemas de sus dedos pasaban sobre la madera ennegrecida e intentaba captar todos los recuerdos posibles de la pequeña Sophie.

    «Otro año…», pensó justo antes de cerrar la habitación, entonces se dio cuenta de todo. La primera lágrima que se desbordaba por su ojo derecho también era la misma de siempre, la encargada de recordarle que jamás había estado loca, sólo era una mujer que había aprendido a seguir amando en la más absoluta soledad.

¿España? ¡De puta madre!

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Mi superior es un cerdo, y todos mis compañeros unos babosos que le hacen la pelota allá por donde el chorropavo pisa. En definitiva, podría decir que toda la tripulación del «0VN1» es una piara con alas. ¿Por qué digo esto? ¡Porque me da la gana! Todavía tengo herido mi orgullo al recordar cómo llegué hasta aquí.

 —S3RG10, baja un momento y recoge muestras de la vegetación del lugar —me ordenó mi capitán.

Le hice caso, y justo cuando mis pies se posaron en  el suelo terrícola, la nave salió a todo gas, derrapando entre las nubes. A todo esto, no soy humano. Provengo de un planeta muy parecido al vuestro. Y cuando afirmo que es muy idéntico es porque lo es. Mucha agua y pocos cojones para cambiar una sociedad en la que muchos pobres siguen cuatro voces dictando normas. El paro allí también es estratosférico. Por este motivo maldigo a mis compañeros, porque me alisté como explorador intergaláctico para ganar algo con lo que poder sobrevivir, y los muy miserables me dejaron aquí tirado, en mitad de la dehesa de un pueblo sevillano, en pleno mes de agosto. ¡Cabrones! Ya me lo decía mi madre: «S3rg10, tienes que estudiar para ser alguien de provecho». ¡Cuánta razón! Si le hubiera hecho caso, quizá ahora estaría sentado en mi despacho con los pies sobre la mesa mientras cotilleo durante la jornada laboral el «f4c3b00k», allí también tenemos redes sociales, con la única diferencia, los «Me gusta» nosotros lo traducimos como «m3l4p3l4». Somos así de rancios.

 Me quejo por gusto, porque en realidad aquí me han aceptado muy bien. Esta gente del sur me trata fenomenal, han conseguido que en poco tiempo me sienta uno más… de los parados que se sientan en el banco de la plaza a ver pasar a las «mushashas», claro está.

Nosotros tenemos un físico idéntico al de los terrícolas: cara, brazos, piernas, cuerpo; para nada somos de color verde con ojos gigantes, ni tampoco decimos esa estúpida frase: «Teléeeeeeefono, mi caaaaaasa» ¡Qué absurdo! ¿En serio nos veis así? En mi planeta somos gilipollas, pero no tontos. Quizá un poco más barrigones que la gente de aquí, pero lo compensa nuestro sexo, bastante más grande al producto ibérico nacional. Alguna ventaja debía tener yo para aprovecharla aquí en la Tierra… como en el cielo. Y si no que se lo pregunten a la Puri, esa andaluza de grandes caderas y enormes «t3t4s», que me vuelven loco cada vez baila eso de Sevilla tiene un color especial.

La semana pasada recibí un wasap de mi capitán. Me decía que no me enfadara, que simplemente todo había sido una broma (de unos meses ni más ni menos) y que el próximo martes regresarían a por mí, justo en el mismo lugar en el que me habían abandonado. «¿A qué hora?», le pregunté. «A las once», me confirmó en su último mensaje.

Hoy es martes y son casi las doce de la noche. He recibido una llamada de mi superior: «¿Dónde estás?», me ha preguntado. El exceso de rebujito me ha animado un montón y le he respondido bastante emocionado: «¡Alcohol, alcohol…hemos venido a emborracharnos y el resultado nos da igual!», el Sevilla ha ganado. Es increíble ver lo que mueve el fútbol aquí en España, al cojo le pone tres patas, mientras al ciego lo vuelve aún más ciego; con el balón en juego no hay pena que valga. Lo tengo claro, apenas quedan unos meses para el mundial y no me lo voy a perder. ¡Yo me quedo! Y aunque mi genética diga que soy de otro planeta, lo tengo claro, yo soy español: «¡Aquí Sevilla. España de puta madre!», fin de transmisión.

Una despedida pegajosa

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El niño mascaba un chicle con sabor a fresa, su preferido. Sostenía en la mano derecha un lápiz desgastado, mientras intentaba recordar todos los consejos de ortografía que doña Sagrario le había inculcado una y otra vez mediante tirones de oreja. Para la ocasión también se había preparado una goma de borrar, sabía que su caligrafía era bastante mala y quería asegurarse de que la carta quedaba completamente legible. Puso con delicadeza el carboncillo sobre el papel y empezó a deslizarlo muy despacio.

«Hola, Cris. He oído que te marchas a otro pueblo y me siento bastante triste. Dice mi hermano Fidel que  soy muy pequeño para entender el amor. Igual soy un mocoso como suele llamarme, pero aunque tenga el corazón diminuto siento algo especial por ti. No sé si estoy enamorado o tal vez es el cariño que te he cogido por haber estado tanto tiempo junto a tu pupitre. No lo tengo claro, pero te aseguro que he dibujado corazones muy cursis en las ventanas con mi aliento. Lo peor de todo es que puse nuestros nombres dentro de ellos, mientras mi cara sonreía al imaginarme jugando contigo. Tenía que decirte esto, por eso te he escrito con buena letra, para que lo entiendas. Te deseo mucha suerte. Yo intentaré ser feliz pensando que te va bien, aunque mamá me siga preguntando por qué mi cara está triste mientras veo a Tom y Jerry en la televisión. Mi último recuerdo tuyo será el Cheiw que me regalaste aquella tarde en el parque».

Terminó de escribir la carta. Sacó su chicle de la boca y lo metió dentro del sobre. Luego suspiró profundo y cerró la misiva. Quizá no podía compartir con su amiga un beso de despedida, pero sí su golosina favorita. Pensó que a ella le iba a encantar ese detalle tan dulce.