Una copa más

Desperté en el mismísimo infierno, con la horrible sensación de no poder respirar; intenté llenar los pulmones con aire fresco. ¡Qué ingenuo ahora que lo recuerdo! Lo único que logré inhalar fue la muerte, perfumada con el azufre de todas aquellas almas endemoniadas que desfilaban una tras otra entre las llamas, afligidas por el duro calor, entre  penosos cánticos al verse perdidas en aquel maldito lugar. Intenté aflojarme la corbata, y entonces fue cuando descubrí que mi cuerpo ya no era mío; de hecho no tenía torso, ni brazos, ni piernas, ni pies… simplemente era un trozo de carne podrida, que a duras penas se mantenía erguido. En ese momento lloré, las lágrimas se convirtieron en ácido, quemaba a su paso lo poco que quedaba de mi rostro, sin compasión; si estaba muerto, el dolor decía lo contrario, era insoportable. Una de aquellas tétricas almas abandonó el desfile y vino hacia mí. Destacaba de las demás por su enorme estatura. Con cada paso, el hedor a putrefacto se hacía más insoportable, supongo que si no vomité fue porque tampoco tenía estómago para hacerlo. Tras escuchar su voz empecé a comprenderlo todo.

      —Te sobró la última copa…

—¿Dónde estoy? —pregunté sollozando.

    Al ente mis preguntas le parecieron absurdas, lo demostró riéndose a gusto, con tanta malicia que en su cara se dibujaron dos ojos de fuego.

     —Estás donde debes. Siempre dijiste en vida que te gustaría terminar en el infierno. Ahora que estás aquí no se te ve especialmente contento —volvió a reír. Lo hizo de una forma tan exagerada que el resto de almas miraron hacia nosotros. Ellas hicieron lo mismo, las miles de risas caldearon aún más las llamas del infierno.

  —¡No entiendo nada! —dije desesperado— Recuerdo estar sentado frente la barra de un bar de carretera, maldiciendo mi vida,  y…

       El demonio soltó una carcajada. Parecía conocer la historia, disfrutaba con cada segundo de mi agonía.

     —Sigue, parece que vas recordando —me sugirió.

  —Entonces entró ella, la mujer más exótica y extraña que he conocido. Me pareció raro que se enfilara directamente hacia mí. Recuerdo que me quitó la bebida, y me susurró al oído que ya había bebido bastante. Después simplemente se marchó de allí, salió del garito con la copa en la mano.

     —Malditos ángeles —me pareció escucharle decir, en lo que fue un leve susurro. Me pidió que no detuviese el relato.

    —Nunca he sabido aceptar los buenos consejos, pero esa mujer me transmitió confianza. Así que saqué la cartera para pagar y regresar al motel en el que me había hospedado para aquel viaje de negocios. Sí, eso, fue un billete de los pequeños, pero entonces apareció él.

      —Un tío apuesto e interesante, supongo —añadió el demonio con sorna.

    —Exacto, y pidió dos copas más; una para él y otra para mí. Conocía mis gustos, a esas horas de la noche fue inevitable rechazar el Jack Daniel’s. ¡Espera un momento! Su risa…la tuya; ¿fuiste tú, maldito?

      Incluso allí en el infierno, para los malos espíritus el tiempo era muy valioso, pareció alegrarse de que al fin se diera cuenta de la jugarreta.

      —Gracias por el piropo —añadió una vez más con un tono jocoso—. Ten en cuenta que te ayudé, y no me has dado las gracias —volvió a reír una vez más.

    Jamás en la vida había sido un hombre llorón, pero en ese momento volví a sentir quemazón en mi cara. Si ese había sido mi final, me pareció absurdo morir por una copa. Me sentí confuso.

     —¿Cómo terminó todo para acabar aquí? ¡Me es imposible recordar el final!

     —El alcohol y el volante, es una buena ecuación para llegar aquí. Nos resulta tremendamente sencillo embaucar a los alcohólicos con penas, el infierno está plagado de ellos.

       No quise resignarme, así que rebatí.

     —Nunca he sido mala persona. Me parece ridículo acabar aquí por un simple accidente de tráfico. ¿Acaso no tengo derecho a un juicio?

     —No fue tan sencillo. Además, por lo que me has contado un ángel intentó ayudarte, y tú solo te condenaste.

      —¡Bastante tuviste que ver tú!

    Le resultó graciosa la acusación. Quiso terminar de una vez la conversación, tenía demasiado trabajo allí abajo.

   —Sí, mi ayuda sirvió, pero fue mucho peor la inocente vida que te llevaste por delante. El cuerpo de aquel niño de seis años que terminó entre las ruedas de tu coche, llorando y pidiendo la ayuda de su mamá, fue en realidad tu condena.

    No recordaba ese final porque no vi al chiquillo, pero tras esa declaración, si es verdad que me vino a la cabeza los gritos de angustia de una madre que veía como su hijo jamás volvería a estar entre sus brazos. Justo en ese momento fue cuando acepté mi penitencia, era imperdonable todo lo sucedido. Me sentí muy sucio. Mis penas acabaron por destrozar a una familia que nada tenía que ver conmigo.

       —¿Y ahora qué?  —pregunté humillado.

       Me hizo una indicación con su aura de fuego.

     —Ponte en la cola, aquí en el infierno tampoco nos libramos de ella —volvió a reír por última vez, mientras regresaba a su puesto.

    Respiré por última vez lo que fue la sensación de libertad. Miré hacia arriba, esperando encontrarme con el claro del cielo. ¡Una vez más fui un tonto! No habían nubes, ni estrellas; el fuego se extendía por todas partes de aquel lugar. Empecé a andar,  tras cada paso fui perdiendo todo lo que me quedaba de humano: mi cuerpo terminó por descomponerse. Cuando llegué al sitio, me convertí en una figura de fuego, pudiente y podrida como el resto. No fue el fin, sino el principio de una eterna agonía que tenida merecida por un último trago que jamás debí haber dado.

El quinto beso

Allí estaba yo, esperando en la esquina de la Calle Maestro Caballero, frente al viejo autocine Oasis, ahora reconvertido en el centro de belleza Shin Xiun, el más grande de la ciudad; estos malditos chinos hacen copia de todo. Lo único que tenía claro era que la voz que me había citado allí mismo, era de una mujer joven. Cuando conversé con ella, me resultó tan agradable y excitante, que no tardé en anotar en mi agenda los detalles para la reunión, y aunque en un principio todo me pareció extraño, decidí descubrir qué había tras aquella llamada misteriosa. Bueno, soy muy curioso, y las citas a ciegas me ponen. Era tarde y no había cenado, aunque es cierto que poco antes intenté saciar mi sed con dos rubias y una morena de doble malta, soy etílicamente promiscuo. Parecía un paleto allí plantado, un polluelo huido de su nido, con las manos dentro de los bolsillos del pantalón y mirando de un lado a otro intentando descubrir a mi contacto. Me alegró su puntualidad, aunque me puso mucho más contento su aspecto: era morena, sus ojos claros alumbraban más que la luz de la farola de la calle,  de bonito físico repleto de curvas; su mirada, simplemente seductora.

            —¿El detective Esteban Cortés? —me preguntó.

            Tardé unos segundos en responder, más bien porque me pareció una pregunta muy estúpida: «¿Quién coño iba a estar plantado allí a esas horas si no era yo?», pensé. Le di la última calada al cigarro que me acababa de liar, y aunque me dolió en el alma tener que tirarlo casi entero, lo hice por educación.

            —Eso es lo que pone en mi tarjeta de visita —le dije de forma muy seca, sin apartar la mirada de sus ojos, en tono serio y haciéndome el interesante. En realidad se me da muy bien hacerlo, siempre me han dicho que soy algo chulo, pero lo llevo metido en los genes—. Tú dirás —le dije esperando una explicación.

            —Siento mucho haberle citado…—no pudo terminar la frase, la interrumpí.

            —Tutéame, por favor.

            Tomó mi petición al pie de la letra, y se acercó a mí, tanto que no pude evitar que el agradable olor de su perfume despertará la pituitaria de mi entrepierna. Demasiado tiempo sin hacer nada…

            —Siento haberte citado aquí —corrigió—; me hospedo en aquel hotel —señaló con su dedo índice—, si te apetece, hablamos mejor allí.

            Uno, dos, tres segundos tardé en aceptar aquella proposición. No parecía muy profesional por mi parte subir hasta la habitación de un cliente al que todavía no conocía en profundidad, pero qué huevos, estaba cansado de estar de pie y necesitaba echarme algo al estómago; a esas horas todo estaba cerrado. Tardamos nada en llegar a su residencia, y una vez allí, sin que ella me diera permiso, me senté en el sofisticado sofá de piel. Mis posaderas agradecieron la comodidad.

            —¿Empezamos, señorita…? —dije.

            —Mónica Suller —para mí se llamaba Marilyn, le pegaba mucho más ese nombre; toda una femme fatale.

            —¿Y qué necesitas de mí? —me estaba cansando de tanto misterio.

            —Busco «El Primer Beso».

            Ni me lo pensé. Levanté mi culo del sofá y con destreza me escurrí entre sus brazos. Cuando noté que la tenía bien sujeta por la cintura, acerqué su cara a la mía y la besé; mi lengua persiguió la suya, no tardé en capturarla. Fue un sentido eléctrico, pero muy placentero.

            —¿Y bien?¿Te ha gustado para ser el primero? —pregunté con cierta chulería.

            Mónica no contestó. Retrocedió un par de pasos y después soltó la bofetada más fuerte que jamás me haya dado una mujer. Luego sonrió, divertida por mi atrevimiento. La verdad, yo no entendía nada de aquello.

            —¡Estúpido! Hablo de «El Primer Beso», la obra de William Adolph Bouguereau —dijo de forma alterada— ¡No está! ¡Ha desaparecido! ¡Tiene que encontrar el cuadro!

            Ni idea, me encogí de hombros y volví a sentarme en el sofá. La literatura, la pintura… todas esas chorradas no era lo mío.

            —¿Y por qué debo hallarlo? —le pregunté con indiferencia; tras la bofetada acababa de dejar mi ego como un colador, y no me interesaba el asunto.

            No obtuve respuesta. Se acercó hasta el sofá, se echó encima de mí y me besó de manera muy pasional. Ojalá no lo hubiera hecho nunca, terminar entre sus piernas me costó muy caro. Por eso os cuento esta historia desde aquí, desde la comodidad de mi celda, la número treinta y dos,  mientras mi compañero caga frente mis narices y ojea a la vez una vieja Interviú. Todo fue una trampa. Quizá en otro momento os cuente lo que en realidad pasó, pero la culpa de todo no fue el primer beso; a partir del quinto me involucré sin quererlo en la trama.

Oh là là

Al fin fuimos viento, libre de todo; solos ella y yo ante la inmensidad de la ciudad del amor y la libertad, París. Teníamos tanto para darnos, ilusión, cariño, sinceridad… A pesar del camino, gravado de incordios y miedos, no resultó difícil llegar hasta allí. Fue la complicidad de dos corazones equipados con alas, con muchas ganas de anidar lejos, lo más posible, para que todos los pésimos recuerdos quedasen muy atrás. Esa siempre fue la intención, olvidar, marchar de nuestra tierra en la que dejábamos raíces ancladas en un pasado que se negaban a evolucionar, con un presente lleno de sangre, sudor y lágrimas. Porque esa es la única verdad de las guerras, destellos de odio y rabia. Nosotros supimos huir a tiempo de ello. Quizá ella más que yo, porque a los meses de afincarnos en Francia, y ante la belleza de esa gigantesca torre a la que no solo aman los franceses, se armó de valor y me lo dijo: «Se llama Pierre…»; y lloré, tanto que mis brazos se escurrieron de su cuerpo como si estuviesen embadurnados con la mantequilla de un delicioso croissant. Eso fue lo que más me dolió, que ese mismo viento que nos había acercado la libertad, ahora la alejaba de mí con cierto acento y encanto francés.

Memorias de un amparado

Debo contarlo. Lo hago por escrito para que esta historia perdure más allá de las palabras y los recuerdos. Lo que relato no son simples memorias de un soldado. Se trata de algo diferente: el amor. De niño siempre me fascinó ver a los pájaros volar, por eso cuando entré en el ejército me enrolé en la aviación.

En plena Guerra Civil fui destinado a la Costa de Azahar. Mi misión era frenar el avance de los Nacionales, que pretendían llegar a Valencia. En Villa Victoria empezó todo, en una noche en la que los soldados curábamos nuestra soledad con el alcohol. Terminé mi segunda copa de orujo, cuando la vi. Me enamoré a primera vista, y juro que que es verdad, no fue el capricho de un borracho que quiso llevársela a la cama. Me acerqué hasta ella, le pregunté por su nombre: «Amparo», dijo mientras su sonrisa fundió mi ser. Bailamos, y antes de que mis labios se hubieran atrevido a robarle un beso, me vi sentado en mi avión. Una vez en el aire, un disparo me alcanzó. La cabina se llenó de humo. Sin poder remediarlo, choqué con violencia contra unos naranjos. Fue un milagro, sobreviví, pero perdí una de mis piernas. Mucho tiempo después regresé a Villa Victoria, tal vez con la esperanza de encontrar a esa mujer que me enamoró. La fortuna volvió a sonreírme. Amparo vino hasta mí. Me agarró, aunque yo no quise. Sonó la música, y entonces tres piernas bailaron. Desde ese momento ella se convirtió en la única prótesis que me hizo falta. Hasta ayer fuimos felices, hoy he vuelto a sentir la cojera, aunque nunca perderé de mi memoria su sonrisa.

 

Buscando al hombre perfecto

Se cansó de los hombres estúpidos, y de jugárselo todo en citas a ciegas que le organizaban sus amigas. Se apuntó a un portal web para buscar pareja. Puso el ratón sobre el campo de texto y escribió: «chico joven, atractivo, guapo, romántico, con dinero, inteligente, que no le guste el fútbol, atento, apasionado, depilado, simpático, hijo único, sin madre…», le dio al botón search.

Nunca recibió respuesta por parte del software. La red cayó a nivel mundial. Fue el fin del mundo.

 

La duquesa

La duquesa lo tenía decidido. Se sentía mayor y creyó oportuno dejar su huella en la alta sociedad. Quiso inmortalizarse a través de una obra de arte. No se conformó con un simple retrato, hizo buscar al mejor pintor de Europa. Así fue, a las pocas semanas apareció por el Palacio de las Dueñas un austriaco con apellido impronunciable.

Desde un primer momento, el artista demostró ser un hombre extravagante. Muestra de ello fueron los ejemplos de sus obras que enseñó a la duquesa. Tras un largo intercambio de opiniones, ambos decidieron que en el cuadro debía representarse la elegancia que tanto la caracterizaba. En ningún momento se limitó la originalidad del pintor. Acordaron un tiempo estimado para finalizar el retrato y se estipuló el honorario que se pagaría por ello.

Los meses pasaron entre pinturas y largas sesiones a puerta cerrada. La modelo no puso las cosas fáciles. Aprovechaba la más mínima oportunidad para quejarse del incómodo pero bonito vestido que había elegido. El retratista intentaba relajarla mediante mentiras piadosas: «Estás preciosa, lo estás haciendo muy bien». Después de cada jornada, se las ingeniaba para que su obra permaneciera en secreto hasta el final. Cerraba la puerta con llave para que nadie pudiera husmear.

Pasó demasiado tiempo, más de lo que hubieran querido e imaginado, pero llegó el día en que la obra estuvo terminada. El pinto hizo llamar a la duquesa. No tardó en aparecer en esa sala que tanto había aborrecido durante las largas horas de posado. La acompañaba su marido, Alfonso, un hombre mucho más joven que ella, quien sintió alivio cuando convenció a su mujer para no aparecer retratado junto a ella. Más lo agradeció el pintor.

Se quitó la lona que cubría el cuadro, y ante los ojos de los presentes quedó expuesta la pintura. La escena recreaba a la duquesa sentada en un sillón clásico, veneciano, pensativa y con la cabeza ligeramente apoyada sobre una de sus manos. La belleza de la imagen se reflejó en los ojos de la propietaria, la cual pareció asombrada ante un pequeño detalle al que definió como «vanguardista».

–Pese a que me cuesta reconocerlo, me parece apropiado que hayas recreado un gesto eccehomónico en mi rostro. Al principio molesta ver la cara poco definida, pero es lo que tiene este estilo, ¿no?

El artista se sintió confundido.

–¿A qué se refiere exactamente, duquesa?

–Al Cristo de Borja. Su intento de restauración ha creado un nuevo estilo y me he sorprendido al ver que has usado esa técnica en el cuadro. Un aliciente más para que esta imagen resulte doblemente histórica.

El austriaco recordó de inmediato la polémica restauración del Ecce Homo de Borja, y se sintió profundamente enfadado. Había trabajado demasiado tiempo en aquel retrato como para escuchar esa pésima comparación. Él era un artista de renombre internacional y no un simple aficionado. No pudo contenerse.

–Señora, duquesa. Con todo mi respeto, en ningún momento he querido reflejar tal disparate en mi obra. ¡Simplemente es su cara, la que tiene! Ni más ni menos distorsionada.

Se marchó de la sala vociferando palabras en su idioma natal. La duquesa quedó paralizada ante su retrato. Su marido se acercó hasta ella y se atrevió a decirle:

–Si no te gusta el resultado, siempre puedes recurrir al fotógrafo oficial de la Casa Real. No sería un cuadro pintado, pero sabes que son excelentes con el Photoshop.

Salió siguiendo el camino que había tomado el pintor mientras ella quedó con la mirada detenida en el cuadro. La duquesa tenía una excelente cultura artística y sabía lo que decía: aquella no era su cara, era la del Cristo Borjano.

 

La tormenta

Eres deseo que provoca impaciencia, y no puedo hacer nada por remediarlo, sólo llorar por dentro al ver que marchas en un navío con un noble capitán. Dios no quiera que mis lágrimas provoquen una tempestad en vuestro camino.

 

Mi último poema

Pierdo la mirada en el silencio de la sala, en su vacío. La gente muestra una profunda indiferencia, la cual me destroza. Tampoco es que yo haya hecho mucho por captar su atención. Me hundo. Algunos ojos clavan su mirada en mí, me hacen sentir un payaso. Cierro el libro, mi recital terminó. Salgo como entré, solo. No tardaré en buscar consuelo en tu voz. Eres el único poema que me queda por escribir.

 

El cazador de caras

Desde que despertó del coma no era el mismo. Abandonó su vida, se aisló en una casa en la montaña. Se encargó de quitar la mayoría de espejos de la vivienda. Tan sólo dejó un mediano, en el cual se miraba al anochecer. Le daba asco verse reflejado en el cristal. «Me han robado la cara», decía mientras poco a poco se la despellejaba con una cuchilla. Su rostro ya no era humano, se había convertido en un cúmulo de carne putrefacta. Se veía mejor así, pero ese no iba a ser su aspecto definitivo, sólo hasta recuperar la suya. La encontró cierto día en el bosque, mientras cazaba. Con un disparo de escopeta aniquiló al ladrón. Al llegar a casa se puso delante del espejo. Con aguja, hilo y mucha delicadeza, se cosió su verdadero rostro. Disfrutó viéndose en el cristal. Aulló. Estaba contento de haberse reencontrado.

Te escapas

Te escapas, como la arena entre los dedos de un hombre perdido en el desierto, sin agua. Mi deseo en retenerte es de tal calibre, que hago todo para intentar que no prendas el vuelo. Prometo y juro, pero no te basta. Lo tienes decidido, y aunque te pesa mucho, te escapas.  Lo hice todo para retenerte, pero es tan fuerte ese vínculo que une con el otro extremo de la cuerda, que nada puedo hacer por evitarlo. Te escapas, y yo me convierto en un centinela viendo cómo marchas, sin poder apretar el gatillo de la escopeta. Tengo bastante con saber que serás feliz, o eso me has prometido.