La Tornillos

Imagen: Pixabay

Pese a su inseguridad, Anamar se enfiló de forma muy decidida hacia el despacho del director de la sucursal bancaria que había ubicada en una céntrica calle de Castellón. Había pensado mucho en ello, jamás en la vida imaginó que pudiera llegar a tal extremo, pero sabía, porque lo recordaba gracias a su prodigiosa memoria, que Genaro Álvarez Peladilla, el mismísimo director del banco, era el culpable de toda la mierda de vida que había tenido hasta ese momento. Él le debía mucho.

Aporreó la puerta con los nudillos de sus dedos pequeños. Cuando le dieron permiso para entrar, lo hizo deslizando su delgado cuerpo como una pequeña culebra. Al entrar, miró directamente a los ojos del banquero. Por primera vez en mucho tiempo se sintió segura, y no apartó la vista de él. Genaro no la reconoció. Le pareció una chica muy guapa, siempre le habían gustado las mujeres morenas. Le ofreció su mejor sonrisa, y antes de preguntar qué era lo que la chica necesitaba, escudriñó el cuerpo de la joven buscando esa parte de la mujer que más le gustaba: el trasero.

Genaro se levantó de forma muy cortés y le tendió la mano. Después de presentarse le ofreció la bonita butaca de piel para que ella pudiera sentarse.

            —Tú dirás… —dijo el director.

          —¿Por qué se ha dado el gusto de tutearme? No me parece nada correcto —dijo ella seriamente.

            —Pensé que como en apariencia tenemos la misma edad, que no le iba a importar.

            Y tanto que tenían los mismos años. Ella lo conocía muy bien. Él no la recordaba.

            —Bueno, y aunque así sea, eso no es lo que me ha traído hasta aquí.

         —Entonces usted dirá, señorita… —no terminó la frase para que ella pudiera presentarse de forma correcta.

            —Anamar Jiménez Giménez; la primera con jota, la segunda con ge.

            —¿La Tornillos? —Preguntó sorprendido. Se dio cuenta del feo error, e intentó disculparse— Perdón, Anamar. ¡Cuánto tiempo, estás genial!

Lo dijo con sinceridad, la chica ya no era aquella pequeñaja con coletas ni los dientes apuntalados con hierros; de ahí el mote. A ella le jodía mucho que la llamasen así. El colegio fue un infierno por culpa de ese capullo engreído, engominado, que tenía frente sus narices. Había empezado a sentir tanta rabia, que quiso adelantar la faena. Al final se contuvo.

                 —Necesito un favor, Genaro.

        —Mientras no sea un crédito, tú dirás —sonrió como un verdadero gilipollas. La cuestión es que lo era.

                 —No es nada de eso — añadió ella levantándose.

Anamar se acercó hasta la puerta. Echó el cerrojo. Después se dirigió hasta Genaro y se sentó en su regazo. Acercó la boca al oído; lo que le dijo alegró cierta parte del hombre. Ella lo notó: «Es algo mucho más húmedo». Le desabrochó la corbata, y aprovechó para despasarle un par de botones; le besuqueó el cuello de tal manera que sintió bramar la bestia que guardaba dentro. «¡Shhhh!», ella intentó apaciguarlo con un siseo.

            —Cierra los ojos —le ordenó ella.

Genaro obedeció. Lo que no sabía es que jamás iba a volver abrirlos. Anamar aprovechó el momento. Cogió el abrecartas de plata que había sobre la mesa, y le rebanó la garganta con mucha precisión. Ni ella misma se lo creía. El banquero intentó gritar, pero no tenía cuerdas bocales para pronunciar palabra; el tajo las había cortado. En su lugar había un enorme boquete, del cual la sangre no paraba de salir. Con cada intento de pedir socorro, el hombre se desangraba más y más. Ella permanecía allí, distante del cuerpo que había empezado a perder la vida. Sonriente, extrañada a la vez por la sensación de bienestar que sentía ver a Genaro así, como un cochinillo en el día de San Martín. Antes de que muriera, se sentó en la butaca, frente a él. No dijo nada más. Se quedó allí sonriendo, esperando a la policía, mientras recordaba a la vieja Tornillos llorando en los rincones del colegio, creando su propio monstruo que jamás le dejaría ser feliz. Por fin le había echado valor. Había terminado con aquello que más temía. A partir de ese momento intuía que todo iba a ser diferente.

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