Dicen que se llama amor

Quizá hoy sea el día oportuno de recordarte que sigo sien­do aquel muchacho que te susurraba tus canciones favoritas al oído. Siempre tuve alma de payaso, qué le voy a hacer. Nunca creí en San Valentín, siempre me ignoró y dejé de aceptar sus hazañas hasta el día que te conocí. Sí, he de admitir que nuestra historia no fue mera casualidad. Algo me hace pensar que siempre he­mos estado predestinados, febrero dice mucho de nosotros dos. ¿Acaso no fue un inicio tanto extraño y bonito el que vivimos años atrás? Sabes que sí, la «máquina de besos» se enchufó aquella tarde mar adentro y nunca se ha parado. Aunque la canicie diga lo contrario, soy el mismo de antaño. Tal vez un poco más lento, olvidadizo o despreocupado, pero es lo que tiene ese traidor al que llamamos «tiempo», nos hace confiarnos. Hoy queda patente lo que sigo sintiendo por ti, esa sensación extraña en el estómago, que sin ser gases, te hace estremecer. Yo ya no me acuerdo de la palabra, dicen que se llama amor. A mí me da lo mismo cuál sea su nombre, estás a mi lado. Eres su representación física, el súmmum de la felicidad.

Martínez, Javier García. Historias desde la almohada (Spanish Edition) (Posición en Kindle 1204-1213). Edición de Kindle.

La última noche

Estephanie, en un principio sintió miedo al descubrir el secreto del joven Leroy, pero cuando miró directamente a los ojos del muchacho, se dio cuenta de que tras aquella apariencia inhumana, seguía siendo él, y eso la tranquilizó. En ese momento empezaba a comprender muchas de las cosas extrañas que le habían sucedido, pero no le dio mayor importancia. ¿Acaso ella no era un bicho raro a la que puteaban de vez en cuando en el instituto? Quizá fue eso lo que le hizo fijarse en Leroy. Siempre estuvo a su lado en momentos complicados y le enseñó otra manera diferente de ver la vida. Él intentó evitar relacionarse con ella, pero le fue complicado. Su cabeza le decía que lo mejor era olvidarse de Estephanie, pero él la anhelaba en todo momento. Tras largos siglos de inmortalidad, era la única mujer que lo había enamorado de verdad.

            —¿No te doy miedo?

            —¿Por qué debería temerte?

            —Porque soy un bicho, ya me has visto.

            —No, no es así. Simplemente eres Leroy, el chico rarito del que estoy enamorada.

            Se acercó hasta ella. La rodeó con sus brazos y puso su boca cerca del cuello.

            —¿No te asusta que pueda morderte y beber hasta la última gota de tu sangre?

            —Si tienes que hacerlo, adelante. Pero sé que no lo harás.

            —¿Cómo puedes estar tan segura de ello?

            —Mi corazón me lo dice.

      —Tu corazón no es más que un órgano repleto de arterias y plasma sanguíneo. ¡No puede saber de sentimientos!

            —¿Acaso tú no tienes?

     —Los vampiros, desde el mismo momento en que nos convertimos, dejamos de tenerlo. Sólo nos mueve nuestro instinto de supervivencia.

            Se apartó del cuello y la miró a sus ojos. En su mirada, un tanto extraña, se notaba su transformación.

            —Entonces, tú no me amas —dijo ella.

            —¡Qué sabrás tú!

            —Si no tienes corazón… —interrumpió ella.

            La volvió a rodear con los brazos. Acercó de nuevo sus labios y la besó.

            —Te amo demasiado, por eso creo que no está bien esto.

            —¿Por qué?

            —Este amor tan sólo puede provocarte daño.

          Se apartó de ella. Señaló hacia el cielo nocturno, la noche era crepuscular. La claridad daba brillo a los ojos de ambos muchachos.

            —¿Lo ves? Únicamente puedo ofrecerte esto, miles de noches, todas iguales. Ningún amanecer donde poder ver al sol dando vida a un nuevo día.

            Se acercó de nuevo a ella y tras un beso muy especial, le susurró al oído:

            —No quiero que sufras lo que a mí me han obligado a vivir.

       Utilizó un truco de hipnosis y la durmió. Borró aquel romance de su memoria para que no padeciera. Estephanie, a partir de ese momento,  echó en falta algo en su. Leroy se conformó con seguir viéndola todas las noches desde la distancia, con la agonía de saber que nunca, jamás, la podría volver a acariciar.

 

La Fortaleza de los Ojos Perdidos

Cuando el condestable, don Álvaro de Luna, se enteró de la evasión del preso Enrique Enriquez, hizo llamar a los carceleros para pedir explicaciones. Le resultaba increíble que aquel hombre, de mediana edad y con las fuerzas mermadas debido al largo encarcelamiento, consiguiera escaparse de la mazmorra ubicada en lo alto de un torreón de la Fortaleza del Duero. Si el reo llegaba vivo a la otra orilla del río, podía revivir la resistencia contra la monarquía, y eso, el condestable no podía permitirlo.

Uno de los responsables de la cárcel, seguro de su trabajo y el de sus guardias, se atrevió a afirmar que la desaparición fue cosa de brujas: era imposible que el preso saliera de allí sin ser visto. Ante su firme testimonio y dado que no dio mayor muestra de preocupación por lo sucedido, don Álvaro, le hizo apresar. Acercó la punta de una espada hasta su frente: «Si dices que no lo has visto, de nada te sirven los ojos», y se los arrancó demostrando que si allí había una fuerza sobrenatural, era su temible carácter. Hecho esto y dejando clara la importancia de aquella evasión, mandó buscar al fugitivo. Por cada hora que tardaran en encontrarlo, un nuevo ojo sería arrancado a alguien.

La búsqueda duró dos días, y Enrique Enriquez nunca apareció. Se esfumó dejando una maquiavélica colección de cuarenta y ocho ojos amputados. Nunca se supo detalle de su desaparición, pero lo que sí se sabría, es que de ese castillo nadie más sería capaz de huir. Cada cierto tiempo, don Álvaro de Luna, se encargaba de arrancar un ojo a los presos para asegurarse de que no podían escapar. Desde entonces, el lugar sería conocido por el nombre de “La Fortaleza de los Ojos Perdidos”.

Pantallazo azul

Me equivoqué en su día al programar el contenido binario de mi corazón. Creía estar seguro de que funcionaría a la perfección y, compilé el código fuente para poner en marcha la bomba de amar. Creí que no daría ningún tipo de error, por lo que me despreocupé de los ficheros programables y los perdí por algún rincón de mi cabeza.

Y ahora, fallo tras fallo, puedo comprobar que por no haber hecho las cosas bien en su momento, veo que mi corazón no es como hubiera querido. Autónomo y precavido, no reacciona ante estímulos externos. No soporta la multitarea sentimental, por lo que se colapsa con facilidad. Quisiera corregirlo, depurarlo y mejorarlo, pero a estas alturas y tras la dejadez por mi parte, tan sólo tengo una opción cuando la cosa no funciona del todo bien: le doy al botón reset y la cosa empieza de nuevo a la perfección, a la espera de un posible y nuevo pantallazo azul.

Ya no sé quién soy

Ya no sé quién soy, apenas me reconozco. A ratos me encuentro disfrutando de los diminutos placeres que cataloga mi cabeza, y en cambio, en otros, caigo sumido en una tristeza que aparentemente no se apreciaba. A veces creo que soy un payaso. El hecho de que se rían de mí y no conmigo duele más que cualquier otra cosa. Quizá por ello, en otras ocasiones creo que soy un monstruo, el cual dormido bajo mi piel, espera a que alguien o algo lo desvele para mostrar su ferocidad. Hoy me siento perdido en un sinfín  de sentimientos, y no me reconozco. El otoño tiene confundidos al Dr. Jekyll y Mr. Hyde.

Espérame

Hace tiempo que tus caricias se convirtieron en el frío terrazo de nuestra morada. Las sábanas de la cama, ya no cubren poros que exhalan vida; su función no es más que tapar dos cuerpos distantes: el tuyo y el mío, convertidos en dos enormes continentes alejados por un enorme océano. Tú eres América, yo sin embargo, Europa. En su día me alegré en explorarte, descubrir cada centímetro de tu terreno virgen; ahora no es que me sea indiferente, es más bien que ha mermado la ilusión, y no te culpo a ti por ello. Sé que es cosa mía, y la decepcionante situación que nos rodea me ha convertido en un zombi. No llores por lo nuestro, no merezco que conviertas tus sentimientos en esas lágrimas, las cuales reflejan aún más la belleza de tus ojos. Perdóname, sólo necesito tiempo; sé que pronto terminaré con mi agonía y volveremos a ser felices, te lo prometo. ¡Espérame, por favor!

Camino del reencuentro

La Navidad estaba próxima, muestra de ello eran las luces que decoraban las calles y comercios. El viejo Marcelo se las ingenió para evitar salir de casa durante todas esas fechas. Consideró su hogar como un buen refugio para aislarse de todo lo relacionado con la tradicional fiesta. Diciembre le resultaba un mes con demasiados recuerdos tristes.

            Vivía solo, en un pequeño piso apuntalado debido al mal estado de conservación. No tenía familia. Enviudó muy joven del único amor de su vida y nunca tuvo la intención de volver a tener otra relación, por lo que tampoco logró tener hijos. No se sentía solo, estaba bien arropado con la compañía de Verde y Amarillo, sus dos canarios que le recompensaban a diario con sus cánticos.

            Mientras descansaba, tuvo la sensación de que esas navidades iban a ser especiales. A su olfato le llegó un agradable aroma, que le recordó a su difunta esposa.

            La melancolía le llevó a recuperar aquella emotiva carta que su mujer le escribió. A duras penas se puso de pie y fue hasta su habitación. Abrió un cajón del armario y encontró el papel que buscaba.

            Se sentó en el sillón, desplegó la carta y la perfecta escritura de su mujer le dibujó una sonrisa. Repasó la caligrafía con la yema de su dedo índice, fue como acariciar la piel de su señora. Aquel cúmulo de sentimientos le presionó los lagrimales. Cuando pudo controlarse se secó los ojos y se puso las gafas para leer:

            “Mi amado Marcelo,

            Recuerdo la noche que te conocí. Fue justo cuando sonaba esa canción que tanto me gustaba. Te decidiste a coger mi mano para bailar y me susurraste al oído el estribillo: “Mirando al mar soñé que estabas junto a mí. Mirando al mar yo no sé qué sentí, que acordándome de ti, lloré”. Aún tengo en la memoria esa mirada que cautivó y consiguió que termináramos compartiendo nuestros besos.

            Qué caprichoso ha sido el destino. Ahora que empezábamos a disfrutar en libertad de nuestro reciente matrimonio, la muerte me llama. Quedo muy triste al saber que esta enfermedad se me lleva muy lejos de ti. Son muchas las preguntas sin respuestas que me amargan.

            Considera lo que te voy a decir. Eres demasiado joven para sufrir. Piensa en nuestra historia como un dulce sueño con un final no deseado, pero del cual despiertas y consigues reponerte. Mi único anhelo es que seas feliz. Encárgate de buscar a otra mujer que riegue tu corazón marchito. En tu larga vida necesitarás a alguien a tu lado con quien compartir experiencias. Yo, en cambio, marcho enojada con mi suerte. Un gran hombre como tú no merece este castigo. Te amo y te amaré dónde quiera que esté mi destino, con la única esperanza de algún día volverte a ver. Recuerda mis besos cómo muestra de amor. Te llevo conmigo allá donde voy. Gracias por haberme hecho feliz todo este tiempo”.

            No pudo contenerse y las lágrimas volvieron a cubrirle el rostro. Se quitó las gafas y notó que la fuerza le vencía. Cerró los ojos, pereció con la carta entre sus manos. Llevaba demasiado tiempo esperando ese momento.

Volver a empezar

Tras diez años casados la cosa parecía que funcionaba bien, pero no era cierto. Él se sentía dentro de una pequeña botella. Seguía enamorado de su esposa, pero la rutina los había distanciado. Ella no lo veía así, los quehaceres diarios la mantenían distraída. Por la noche se convertía en una mujer de hielo. Hacía tiempo que no se tocaban y la pasión se fue apagando. Para ella, el sexo carecía de importancia. Para él, demasiado tiempo sin poder disfrutar del tesoro que su mujer guardaba entre las piernas.

Un día, la primavera le alteró y no aguantó más. En el trabajo una cliente le alegró la vista: «Eso no es un escote, es una autopista hacia el cielo», pensó mientras firmaba un documento. Aquellos pechos le excitaron, la jornada laboral se le hizo eterna. Al llegar a casa se atrincheró en el baño para aliviar a su íntimo amigo. Bajó la cremallera del pantalón y dejó que aquel aburrido miembro se divirtiera con las caricias de su mano. Rindió homenaje a la mujer que le había despertado el apetito sexual. El final resultó apoteósico, pero carente de fuegos artificiales. Sólo llovió felicidad. Por desgracia, no se dio cuenta de que su mujer observó todo aquel ritual. El espectáculo sirvió para que ambos se reprocharan y se distanciaran más.

Con el tiempo la relación fue a peor, empezaron a ignorarse mutuamente. Él se apuntó a un taller de costura. Quiso aprender a desenvolverse con la aguja por si el matrimonio terminaba rompiéndose. Sofía, la profesora del curso, era una bonita viuda. Tenía un físico redondo pero proporcionado. Solía vestir blusas con pronunciadas aberturas que dejaban a la vista sus enormes pechos. «Me agarro ahí y no me hundo», pensaba cuando la maestra se agachaba para enseñarle cómo debía coger la aguja. El hecho de que no tuviera maña para las labores hizo que Sofía estuviera pendiente de él. Se dio cuenta de que se hacía el tonto para mirarle los pechos. Pese a ser quince años más joven que ella, se sentía atraído. Entre ellos surgió una bonita amistad, las muestras de cariño eran evidentes. Tras la última clase, terminaron en la cama de un hotel compartiendo mucho más que hilo. Exploró todo el cuerpo de la mujer, volvió a sentirse hombre. Ella agradeció la experiencia, pero añoraba algo importante: las caricias de su difunto amor. Se despidieron y nunca más supieron el uno del otro.

La infidelidad le valió para pensar. Se dio cuenta de que seguía enamorado de su esposa. Decidió que aquel desliz sería el único secreto que se llevaría a la tumba. Se vio con fuerzas de luchar por el matrimonio. Avivar la relación fue mucho más fácil de lo que había creído. Bastó con un lento pero sincero susurro: «te quiero», le dijo al oído mientras su mujer planchaba. Le respondió con un beso apasionado. Él no se contuvo, la levantó en brazos y la echó sobre la cama. allí, entre mutuas caricias, empezaron esa coreografía que sólo sus sexos sabían bailar. Los jadeos demostraron que se habían echado mucho de menos. Después del orgasmo, quedaron abrazados. No se soltaron en ningún momento. Esa fusión fu el inicio de una nueva etapa. Supo zurcir un remiendo que no requería hilo, sólo amor.

Tres piernas

Llevaba corriendo más de una hora, con ritmo ligero. A pesar del excesivo sudor que resbalaba por su cuerpo desnudo, no estaba cansado, ni siquiera le flaqueaban las fuerzas. Estaba acostumbrado a recorrer diariamente aquella pedregosa serranía. Lo único que le molestaba era el ruido producido por el balanceo de su sexo al golpear las piernas. Sus compañeros le consideraba un torpe, y por eso nunca salían a cazar con él.

Esa mañana tuvo mucha suerte. Fue el primero en llegar al poblado, eso no había ocurrido nunca antes, y aprovechó para exhibir su cacería. Las hembras apenas se fijaron en el botín, habían clavado su mirada en algo que les llamó la curiosidad y que jamás antes habían visto: tenía su entrepierna cubierta. Mientras cazaba, se hartó de su problema. Se le ocurrió despellejar uno de los animales que había matado, y elaboró unos paños con los que cubrió su miembro,  de esta manera evitó espantar a los animales. Consiguió la mejor cacería que la comunidad había hecho en meses.

Al rato regresaron el resto de hombres con las manos vacías. El líder se sorprendió, no le pareció normal que el torpe del grupo hubiera obtenido todo ese premio él solo. Pensó que algo extraño sucedía, y fijó su mirada en el abultado taparrabos del hombre. Se acercó a él, y con furia lo arrancó. Se equivocó, allí no se escondía ningún tipo de arma, tan sólo un descomunal miembro. Decidieron que a partir de ese momento iría con el resto de hombres a cazar. Creyeron que el falo tenía propiedades mágicas y no quisieron desaprovecharlo. Lo guardaron a buen recaudo bajo el taparrabos, no querían que se estropeara. No estaba la cosa para desperdiciar la buena racha del «hombre con tres piernas».

Congelado

Me perdí en mitad de una montaña nevada. Me equivoqué de senda y el jodido GPS se quedó sin batería. Acabé cobijado, acurrucado, tras una enorme roca creyendo que allí estaría a salvo. Fue un error, el frío era el mismo en todo aquel maldito lugar.

Cuando a punto estuve de arrojar la toalla, de creer que mi cuerpo quedaría allí inerte para la eternidad, vi acercarse hasta mí un bulto grande y peludo. Ladró para llamar mi atención, entonces comprobé que se trataba de un San Bernardo de rescate. En su cuello colgaba un barril de esos que contiene licor de alta graduación,  para hacer entrar en calor a la gente perdida como yo.

Acaricié al perro para ganarme su confianza, le gustó. Le quité la barrica y cuando ya me veía quemando mi garganta con su contenido, me topé con una auténtica putada: el depósito se abría insertando monedas de euro. Yo no llevaba calderilla encima, tan sólo una puñetera tarjeta de crédito. ¡Me quedé jodidamente congelado! Para todo lo demás, Mastercard.