Uñas de gel

Ayer te vi; tú a mí no porque suelo ser muy cristalino, pero eso no fue lo importante. Te miré de reojo, con mucho cuidado para no delatarme. No pude quedarme con tu cara, pero te imaginé por culpa de tu largo e insinuoso cabello negro que cubría tus orejas…todavía lo sigo haciendo. Perdura el agradable olor de ese perfume que escogiste de forma muy selecta, con un toque dulce, avainillado, con la única intención de cautivar a cualquiera que se cruzase con tu paso; soy un glotón y caí. Me pareciste una mujer muy coqueta, vestida con un bonito color oliva que dejaba bien visible tus morenas y largas piernas. Ocultabas tus pensamientos tras las oscuras gafas de sol; y después, tu lenta y relajada respiración, convertidas en un movimiento muy sensual, mientras cada suspiro empezaba con el vaivén de tus pechos para terminar en las puntas de las enormes uñas de gel que estaban preparadas para arañar. Fue justo ahí cuando me rajaste el corazón sin mediar palabra, porque en ese mismo instante te volví a imaginar; tal vez por eso lo hiciste, te cruzaste en mi pensamiento.

El olor de la muerte

Fragmento extraído de «Pídeme no morir», de la colección Noir is Black, editada por Perica la literaria.
 
Sacó del bolsillo un paquete de tabaco, y ante la rara mirada del gordo, le ofreció un pitillo:
–¿Te apetece?
El hombre aceptó gustoso y con cierta simpatía respondió:
–De algo tendremos que morir.
Le resultó irónica la respuesta. Le dio lumbre, y después prendió su cigarro con una calada muy profunda. Exhaló el humo, y notó un ligero tufillo. No era la nicotina, era ese olor desagradable que desde hacía años atrás experimentaba antes de asesinar a alguien, porque para Falciatore, la muerte tenía un olor muy especial.

Llueve

Un trabajo limpio

—Después de todo el rollo que has soltado no me ha quedado claro si habrán guardias de seguridad —dijo el Gordo.

Ismael suspiró intentando calmarse.  Siempre que explicaba los planes a su compinche terminaba de la misma manera, gritando encolerizado. Si contaba con él era porque no tenía otra opción, nadie más quería ayudarle en sus golpes, tenía fama de gafe. En su último robo tuvo la mala fortuna de quedarse encerrado en el ascensor, y allí permaneció hasta que un técnico, acompañado por la policía, lo sacaron de dentro. Sin embargo, el Gordo, aunque era un poco lelo y le costaba entender las instrucciones, siempre estaba a su disposición; era un buen tío y nunca cuestionaba nada.

—¿Tú eres tonto?

—Solo quiero saberlo para no llevar balas de más. No me gusta malgastar.

—¡El punto número uno! —gritó— ¿Es que no he dejado claro que no quiero ningún disparo? ¡Limpio, tiene que ser un trabajo limpio!

Ambos callaron durante unos segundos. Después, el Gordo, con un gesto de incertidumbre volvió a preguntar:

—¿Me dejas el móvil?

—¿Para qué coño lo quieres? —gritó una vez más Ismael.

—Tengo que avisar a mi madre. No sé si tendrá la colada lista para esa hora.

Eres arte

Eres arte entre mis brazos. Cuando te miro a los ojos, me doy cuenta de que no son parte de tu cuerpo. Son dos luceros que quizá provengan de otra galaxia, aquí es imposible encontrar otros iguales. Luego me fijo en tus facciones, dulces y seductoras, más bien propias de un fresco, de esos que permanecen a buen recaudo en un museo. Sólo apto para miradas exigentes. Eres arte, mujer. Todas las noches te recuerdo como un soneto. Tus palabras no son vocablos, son cada una de las letras de una balada. Eres arte, en cambio yo, poco puedo hacer por entenderte. Tan sólo soy un paleto embobado ante algo que se le queda grande: tu belleza.

La primera cita

—¿De verdad lo mataste?
—Sí…no…tal vez; —volvió a dibujar esa sonrisa estúpida que tanto le gustaba poner cuando tenía un policía delante— pero te aseguro que está descansando.
—¿Y lo dices así, sin más? —el detective preguntó irritado, moviendo el cañón de su arma de arriba abajo, sin apartarla del pecho del presunto asesino.
—Bueno, pido perdón. Quizá debería haberlo cantado al ritmo de You are the sunshine of my life, mientras te miro a los ojos. Eso es lo que os gusta a los polis como tú.
—¡Cuidadito! ¡Te estás equivocando conmigo! —su dedo índice se aferró con ganas al gatillo de la pistola, con ganas de disparar.
—Sí, me acabo de dar cuenta; veo que eres de los que no follan en la primera cita; es una verdadera lástima.

#Hashtags

El viejo Blas llegó montado en su vespino de color rojo. Llevaba un cajón cargado de patatas de su propia cosecha. Aunque estaba jubilado, jamás renegó de la buena costumbre de #madrugar. Se levantó temprano, y después de beberse un café, tocado con la simpatía del Terry, acudió hasta su granja para realizar las tareas cotidianas: mimar a su animales para obtener la mejor leche.

Pero esa mañana hizo algo nuevo. Hincó las rodillas en el suelo y se puso al lado de Marina, su cabra más fotogénica. Luego pulsó el botón rojo del móvil, y envió un #selfie muy simpático a su nieta: «¡Saludos desde la Moncloa!», escribió con sorna el abuelo. Blas no tardó en recibir una respuesta: «Abu stas peor qla kbra! xD <3».

El hombre se alegró al imaginar la enorme sonrisa. Se notó #melancólico por tenerla muy lejos, pero satisfecho al encontrarla más cerca gracias al móvil. Se sintió un #crack, aunque no llegó a descifrar todo el mensaje.

 

 

Amor de madre

Siempre que me preguntan si tengo familia, digo que soy madre soltera luciendo una sonrisa de oreja a oreja. Cuando digo que tengo cinco bichejos emancipados y viviendo en un acuario, se extrañan y me preguntan si son biólogos marinos. Al negarlo y decirles que simplemente son cinco hermosos calamares, se quedan asombrados. Es habitual que me pregunten si estoy de broma. Jamás me tomaría a guasa los temas relacionados con mis hijos. Es más, cuando frunzo el ceño y hago notar mi seriedad, la gente se ofende y me dejan con la palabra en la boca, como si estuviera loca. Y no es verdad, no estoy mal de la cabeza. La cuestión es más sencilla, aunque haya personas que no logren entenderlo. Por algún motivo bastante desconocido, algún calamar que tomé años atrás, engendró nueva vida en mí. Para la mayoría, el hecho de pensar en ello, supone una aberración. Yo simplemente lo tomé conforme vino, soy muy feliz con ello. El que no tuvo la felicidad de sentirse amado, nunca podrá ofrecer a sus hijos el amor que no tuvo.

Mis calamarcitos, ni fuman, ni beben, ni se drogan. Se comportan de manera muy educada. Nunca se atrevieron a levantarme la voz, y por ese motivo me siento muy orgullosa de ellos. Ahora tomo mis precauciones, ya no hago nada a pelo. Siempre hiervo a conciencia cualquier alimento antes de ingerirlo. No está la vida como para tener más hijos.

 

¡Shhh!

Todo ocurrió en una de esas temporadas en las que crees que alguien te ha echado mal de ojo. Nada me salía bien. Me despidieron del trabajo, mi mujer me dejó por otro hombre, y para colmo de los males, mi madre cayó muy enferma por culpa de un cáncer de pulmón. Todo un puñetero pack gratuito de desgracias.

Al poco tiempo de enterarnos de la enfermedad de mi madre, la ingresaron de urgencia en el Hospital Provincial de Castellón, para tratar el temido tumor que se le había propagado por todo el cuerpo. Las palabras del Dr. Quijano, el responsable de oncología del centro, no fueron muy esperanzadoras. Cada uno de los mensajes pesimistas que salían por su boca,  se convertían en auténticos escupitajos cargados de dolor e impotencia disparados a bocajarro contra mi corazón.

Toda esa tragedia ocurrió en el verano más bochornoso que jamás he vivido.  Recuerdo a mamá abanicándose, a pesar de su estado, luciendo en su cara esa simpatía andaluza que corría por sus venas: «Coge dinero de mi monedero y ve a tomarte algo fresco, Manuel», me dijo una noche al verme sofocado frente al cristal de la ventana, con los botones de la camisa despasados por culpa del sudor y la mirada perdida en la calle, pensando en la miserable vida que me había tocado vivir. Lo hubiera dado todo por cambiarme con ella. No se merecía esa cruel enfermedad que se la estaba llevando a marcha forzada.

Le hice caso, pero no cogí el dinero de su bolso.  Me acerqué hasta ella y le di un beso en la frente: «Ahora vuelvo enseguida, mamá», le dije muy despacio para que pudiera conciliar el sueño. Antes de salir por la puerta volvió a llamarme.

—¡Manuel!

Me giré para verla y noté en su cara la expresión más tierna que jamás le  había visto.

—Dime, mamá.

—¡Te quiero, hijo! —me dijo sonriendo, con sus ojos convertidos en dos luceros brillantes.

Le respondí con mi mejor sonrisa, esa que suele dar las gracias sin decir ni una palabra. Cerré la puerta despacio y salí a buscar un refresco.

Lo recuerdo a la perfección, eran casi las once de la noche cuando me dirigía por el pasillo del hospital hacia una de las máquinas expendedoras de bebida. Me topé con un par de enfermeras que caminaban despacio, mucho más lento de lo normal. Pero eso no fue lo que me extrañó de ellas, sino que lo hacían sin dirigirse la palabra, en una sepulcral procesión. Sus piernas se movían al compás del segundero que pendía sobre la puerta de la salida: «tic, tac, tic, tac», pude escuchar el movimiento de las agujas. Cuando pasé por su lado las saludé, pero ellas no respondieron. Ni siquiera me miraron, tan sólo siguieron con la vista puesta en el frente, intentando llegar a su destino sin que nada ni nadie las entretuviera. Su indumentaria también me resultó curiosa, pues era la primera vez que veía a dos enfermeras lucir una especie de gorrito en la cabeza con una cruz roja dibujada, algo muy vetusto y extraño.

No le di más importancia, me senté en uno de los bancos del diminuto parque interior de la clínica. Fumaba un cigarro a la vez que daba pequeños sorbos a lata de refresco de cola que me compré. Entre calada y trago empecé a martirizarme por toda mi situación personal. Intenté convencerme de que yo no era el responsable de mi mala suerte, pero en realidad no era así; tenía parte de culpa como ser humano que exhalaba vida entre respiro y respiro.

Me sentó bien el refrigerio y apagué con fuerza la diminuta punta del cigarro en un cenicero. Eché de mis pulmones la última calada y decidí regresar.

Antes de llegar a la habitación volví a ver a lo lejos a esas dos enfermeras antipáticas, pero pronto advertí que no iban solas. Una mujer mayor las acompañaba. Iba entre las dos sanitarias, flanqueada por el silencio y la seriedad. No tardé en comprobar que la anciana se trataba de mi madre. Me pareció muy raro que a esa hora la sacaran de su habitación, pues en realidad estaba débil para hacerlo. No pude evitarlo, grité desde la distancia:

         —¡Mamá!

Ella se detuvo. Se dio la vuelta para saludarme y me dijo adiós con la mano. Una de las sanitarias tiró de su brazo para que reanudara la marcha. Luego recibí por parte de esa misma mujer un reproche; puso su dedo índice sobre sus labios y escuché un desagradable siseo: «¡Shhh!», me mandó callar. Después retomaron el paso y se dirigieron hacia el final del pasillo.

Aquello no me pareció normal. Corrí hasta ellas, pero poco antes de darles alcance vi algo que me impactó: mamá y aquellas dos extrañas desaparecieron a través de la pared del fondo.

Volví a correr, pero cuando llegué no pude hacer más que tocar el duro y frío tabique. Allí no había nadie, era imposible que nada pudiera atravesar el muro. No me moví del lugar durante unos minutos. Creí que tal vez había sido una cruel recreación de mi cabeza, pues llevaba demasiado cansancio acumulado.

Le quité importancia y regresé a la habitación. Antes de abrir la puerta sentí un ligero escalofrío recorrer por mi cuerpo. Cuando entré y vi a mi madre yaciendo sobre la cama lo comprendí todo. Su cuerpo ya no respiraba. Su cara pereció con la misma sonrisa que me regaló minutos antes. Cerré sus ojos para abrir el luto en los míos. Mis lágrimas y un último beso que le di en la frente fueron su único equipaje para cruzar al otro lado. No le ganó la jugada al cáncer, pero al fin pudo descansar, se lo merecía.

Desde entonces, cada vez que alguien pide silencio presto atención a todo lo que me rodea. El mutismo huele a muerte y yo intentaré escapar de ella. Aunque cien tuertos me hayan mirado, vivir merece la pena.